Marginalia

Las palabras son pequeñas, fragmentos infinitesimales de nuestro día a día y de la forma en que describimos y nos aproximamos al mundo. Existen en nuestras mentes y en la punta de nuestras lenguas; en las vibraciones del aire que las lleva hasta nuestros oídos.

A veces las escribimos, plasmándolas en el papel, con tinta o con grafito. En libros de laboriosa creación, en libretas desvencijadas o en hojas sueltas. Casi siempre son negras, porque así leerlas es más fácil y porque así lo dicta la tradición. Pero la palabra escrita sólo tiene sentido si la leemos, si se revela a los ojos —o el tacto, los invidentes también leen—.

Una mujer en un bar me dijo una vez que «las palabras, como todo lo que está destinado a significar algo, tienen historia»; y es difícil no estar de acuerdo con ella. La historia de las palabras es también la historia de nuestras sociedades, de nuestros sueños y mayores temores, de lo que consideramos bello y de lo que nos causa repulsión.

En este espacio, nos dedicaremos a cavilar en torno a estos fragmentos de lo cotidiano, a reflexionar su historia y su belleza inherente. (Por supuesto, aclaramos desde ya que no somos lingüistas ni filólogos y que nuestras reflexiones son meramente opiniones para nada académicas).

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