Terminar de leer un libro, por muy breve o muy largo que sea, nos da cierto orgullo; ponerlo en la repisa del estudio o de la habitación, o en el librero de la sala, aumenta ese orgullo; porque nuestros amigos y los familiares que vienen a la cena de navidad pueden verlos ahí y sabrán que son libros que hemos utilizado. (Algunos consideran, de hecho, que es moralmente inadecuado exhibir libros que no hemos leído).
Tal vez sean uno o dos, tal vez cien; quizá sean nuevos y relucientes o estén envejecidos y deslustrados, gastados por el tiempo y el uso, pero siempre reclaman su puesto de honor. Siempre están ahí, en fila, en el orden o desorden que queramos darles. Algunos los acomodan por colores o tamaños, por orden alfabético o de tal forma que las palabras escritas en el lomo se puedan leer ladeando la cabeza hacia la derecha [o la izquierda]. Otros más disponen sus libros favoritos más al alcance o lejos de donde los niños pequeños y las mascotas puedan alcanzarlos.
A veces el polvo los cubre, y sus hojas se tornan amarillas a medida que el tiempo y la humedad pasan. Pero entonces ocurre un pequeño prodigio en la vida de los aficionados a los libros: adquieren el olor característico de las hojas avejentadas (ese olor que se parece al de los granos de café, de los pétalos de rosa secos y la vainilla; que recuerda la casa de los abuelos y los estrechos pasillos de las bibliotecas, que evoca la sensación de haber descubierto algo guardado con celo durante décadas).
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