viernes, 17 de diciembre de 2021

Los libros en la repisa

Los libros —como las palabras, los gatos y los corchos de vino— tienen su dignidad. Están dotados de un cierto aire señorial que no tienen los celulares ni las laptops. Y es que, aunque no queramos aceptarlo, los libros reclaman tener un lugar especial, como los trofeos y las fotos familiares, un libro en la esquina del comedor está fuera de lugar, igual que sobre el depósito del baño o en la piecera de la cama.

Los libros engalanan el buró al lado de la cama o la mesita de centro de la sala. Pero más aún, les destinamos espacios específicos para lucirse: los libreros y las repisas. Y construimos edificios enteros llenos de libreros y de repisas para ellos.

Terminar de leer un libro, por muy breve o muy largo que sea, nos da cierto orgullo; ponerlo en la repisa del estudio o de la habitación, o en el librero de la sala,    aumenta ese orgullo; porque nuestros amigos y los familiares que vienen a la cena de navidad pueden verlos ahí y sabrán que son libros que hemos utilizado. (Algunos consideran, de hecho, que es moralmente inadecuado exhibir libros que no hemos leído).

Tal vez sean uno o dos, tal vez cien; quizá sean nuevos y relucientes o estén envejecidos y deslustrados, gastados por el tiempo y el uso, pero siempre reclaman su puesto de honor. Siempre están ahí, en fila, en el orden o desorden que queramos darles. Algunos los acomodan por colores o tamaños, por orden alfabético o de tal forma que las palabras escritas en el lomo se puedan leer ladeando la cabeza hacia  la derecha [o la izquierda]. Otros más disponen sus libros favoritos más al alcance o lejos de donde los niños pequeños y las mascotas puedan alcanzarlos.

A veces el polvo los cubre, y sus hojas se tornan amarillas a medida que el tiempo y la humedad pasan. Pero entonces ocurre un pequeño prodigio en la vida de los aficionados a los libros: adquieren el olor característico de las hojas avejentadas (ese olor que se parece al de los granos de café, de los pétalos de rosa secos y la vainilla; que recuerda la casa de los abuelos y los estrechos pasillos de las bibliotecas, que evoca la sensación de haber descubierto algo guardado con celo durante décadas).

Permanecen ahí, formados como soldados esperando la orden de ataque, como los pilares del Partenón; guardando sus tramas y sus personajes hasta que algún ojo vagabundo los encuentre. Reservando para sí sus palabras y sus puntos y comas y guiones largos. Los libros tienen historias y tienen historia: pasan por estantes relucientes y de mano en mano por generaciones, por tiendas de reventa y préstamos incompletos. Y los libros, como las palabras y como todo lo que tiene historia, están destinados a significar algo.

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