«Todo el mundo es tu alma».
—Hermann Hesse.
Medité mucho sobre si escribir esta entrada o no, dadas mis limitadas condiciones de argumentación lógica, entonces me di cuenta de que lo quería compartirles sobre esta palabra no es una argumentación lógica o filosófica, sino un sentimiento. De forma que aquí va una nada profesional opinión lingüística sin valor académico:
Como todos sabemos, en las religiones abrahámicas, Dios creó al hombre a partir del barro y soplando su aliento de vida sobre él, y éste llevó por nombre Adán; esta historia es común al judaísmo, el islamismo y todas las variantes del cristianismo. Sin embargo, el relato de la creación tiene paralelismos con otras culturas:
Aunque los mitos antiguos tienen muchas versiones y variaciones, al hablar del origen del ser humano podemos encontrar un patrón: en la antropogonía del antiguo Egipto, v. gr., los primeros seres humanos surgieron de las lágrimas del dios Ra mezcladas con la arena del desierto; entre los antiguos griegos, el célebre titán Prometeo habría creado a los hombres con arcilla y luego robado el fuego a los dioses para favorecer a su creación. Para los asirios y los babilonios, fue el dios Marduk el hacedor del hombre, utilizando una mezcla de sangre divina y tierra. Y todas estas narraciones tienen [probablemente] su inspiración en la cultura fenicia.
Así pues, el mito del ser humano creado a partir de algún tipo de polvo —ceniza, arena, tierra, barro, arcilla— está muy presente en la historia de occidente. Nuestra moderna palabra «hombre» proviene del latín homo u homine, que tiene su raíz en la palabra, también latina, humus, y significa «polvo» o «suelo»; de humus también proviene la palabra «humano» y sus derivados, con un significado similar: «los que provienen(forman parte) del barro». Por su parte, esta idea estaba también presente en el griego antiguo, a través de la palabra αὐτόχθων, «autóctono», que significa «nacido(brotado) de la tierra de un determinado lugar».
«Hombre» no era, al menos en sus orígenes, una palabra sexuada, sino genérica, que designaba a todos los miembros de la especie humana. Para referirnos a los machos de nuestra especie, el latín tuvo otra palabra: vir (raíz de la palabra «viril»); de vir y su antecesora varonis —que significa «trabajador» o «valiente»— proviene «varón» (cf. «La palabra "varón"»).
Se piensa que el salto de esta palabra a designar específicamente al género masculino está asociado al lugar secundario y muchas veces ornamental que se asignaba a las mujeres durante el Imperio romano y la posterior Edad Media. Ese salto, sin embargo, fue parcial, pues hasta el día de hoy la palabra tiene ambos significados, cuando en español decimos «el hombre» puede significar tanto «la humanidad» como «el tío Juan».
Muchos expertos sostienen que no es incorrecto decir «el hombre» al hablar de nuestra especie en general, y que al referirnos a un humano particular lo correcto sería llamarlo «varón». Sin embargo, en la actualidad al hablar del conjunto decimos «la humanidad», mientras que «hombre» y «varón» son intercambiables. De «humanidad» y de toda la belleza que engloba hablaremos después.
La sonoridad de la palabra «hombre» no me gusta, me hace pensar en el sonido que se produce al remoler la tierra suelta con la suela de los zapatos. Pero sus implicaciones y las reflexiones a las que nos invita sí que me parecen fascinantes: la noción de los humanos como seres creados a partir de la tierra tiene significado filosófico y teológico: el recordatorio de la propia mortalidad, de que nuestro tránsito por el mundo es pasajero y —lo que me parece más importante— de que pertenecemos a la Naturaleza, que estamos formados de Sus elementos y a Ella regresamos, y no al revés.
Durante mucho tiempo (los varones y las mujeres) hemos defendido nuestra supuesta superioridad sobre el resto de la Creación —por decirlo de algún modo—, en nuestra condición de animales racionales nos gusta alardear de ser el epítome mismo de la Naturaleza, la cumbre de la evolución, los indiscutidos dueños de todo: de la tierra y de la Tierra; autorizados a hacer de ella lo que nos plazca. Libres de decidir sobre la vida de los bosques y los corales, de los pájaros dodo y del peyote sin temor a consecuencias ni represalias, porque Dios y la Razón lo permiten. Y estábamos en un error:
Creernos superiores nos obliga a tomar distancia, a ver al resto de la Creación por encima del hombro, con desdén, con condescendencia. Demasiado tiempo nos hemos tardado en comprender que no estamos separados del resto del ambiente, que también formamos parte del Reino animal, que estamos insertos en el ecosistema en que vivimos, que formamos parte de él y que nuestro lugar no es privilegiado, porque las abejas y los pájaros son más importantes para el equilibrio biológico que nosotros. Aceptarnos como parte del todo, reconocer el vínculo que nos une a los árboles y a los peces —creo yo— es la forma más elevada de fe y espiritualidad. Significa que el mundo entero es nuestra alma, que formamos parte de algo más grande, de algo que trasciende nuestra mera existencia y se prolonga por eones en la lucha de la vida por imponerse al caos y a la muerte. No estamos literalmente hecho de tierra, pero sí que estamos hechos de la Naturaleza a nuestro alrededor, somos parte de ella, le pertenecemos. Más aún, nuestro rol no es de dueños del mundo, sino el de sus guardianes.
.jpg)

No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Y usted qué opina?