viernes, 13 de agosto de 2021

A propósito del quingentésimo aniversario de la caída de Tenochtitlán

Esta publicación es ajena a cualquier partido político.


Un día como hoy hace quinientos años cayó Tenochtitlán (a manos del ejército español y sus aliados) y comenzó la historia de la más profunda herida que tiene este país: el pensarnos derrotados y mancillados. Pensarnos como poco más que grandes perdedores, incapaces de defender su territorio, a sus hijos y sus tesoros y cultura; incapaces de responder ante algo tan lejano y abstracto como la viruela. Despojados, adoctrinados.   Muy en el fondo, tal vez somos reacios a aceptar la herencia indígena porque nos recuerda los hechos que conmemoramos hoy, nos confronta con el lastre de saber que un día una ciudad fue destruida y nuestros conflictos y problemas comenzaron.

Porque siempre que pensamos en nuestros problemas, pensamos en la conquista y lo que vino después como su origen (que si los españoles y la lengua española, que si la guerra con EE. UU., que si la Inquisición y la religión católica, que si el PRI nos amedrentó y dominó setenta años, que si «las horas que usted quiera, señor presidente», que si «güey, es México», que si el mal llamado tercer mundo duele bien culero, que si hay que escapar de la así llamada latinoamérica). Y es que, claro, nuestros problemas no son nuestra culpa, son culpa de otros, del Imperio y de nuestros nada amables vecinos y ocurrieron en un pasado lejano e inaprehensible.

Quinientos son muchos años, pero México no es ni de cerca un país antiguo, no como el rancio abolengo de las monarquías europeas, la unificación de Japón, el esplendor de Roma o las sucesivas dinastías faraónicas de Egipto. México es joven, un joven con alma de anciano, que se contenta con pensar en los supuestos pasados días mejores —y, desde mi muy personal opinión, ningún día antes de la erradicación de la viruela fue mejor que el presente— y cree que el futuro ya no le reserva días de gloria;

No digo de ninguna manera que el pasado es desdeñable o que no tiene valor intrínseco, porque todos somos lo que recordamos de nosotros. La esencia de cada persona está contenida en su memoria. La esencia de un pueblo, por extensión, está también en su historia y en las transformaciones sucesivas que ésta entraña y que han de seguir. Es importante conocer el pasado porque nos ayuda a entender cómo llegamos a donde estamos, pero nuestro pasado no determina nuestro futuro.

Por ello, en el 500.° aniversario de la caída de Tenochtitlán, el día en el supuestamente comenzaron nuestros problemas; tal vez sea prudente dejar de vernos como un pueblo arrasado por enemigos que vinieron de fuera y comenzar a pensarnos como lo que somos realmente: sobrevivientes. Y que, a pesar de los obstáculos y los sinsabores,   seguimos aquí, luchando cada día por salir adelante. Al grito de guerra. A pesar de la conquista y la Inquisición, de las guerras, las disputas y la corrupción. Las condiciones de nuestra lucha no han sido justas y la frustración permea casi todo en nuestras instituciones (y aún así ganamos un poco todos los días); pero nunca es tarde para desandar el camino hacia un México más fuerte y solidario.

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