〈Esta entrada no está relacionada con el cine de Andréi Tarkovski〉.
En 1668, el médico suizo Johannes Hofer (que tenía apenas diecinueve años), presentó una tesis en la que describía un extraño mal: una tristeza especial que aquejaba a los que se alejaban demasiado de sus lugares conocidos —de su patria, sus amigos y familiares— que hacía a quienes la padecen proclives a sufrir enfermedades físicas. A este prodigio de la añoranza le dio el nombre de «nostalgia», construyéndolo de las palabras griegas nostos, «regreso»; y algos, «dolor»; vi⁊: pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos, dice la RAE. Así pues, nos encontramos con una palabra que llega tarde a la historia, pero que describe una emoción tan humana que sin duda ha existido desde siempre, v. gr.: Odiseo sentía nostalgia por Ítaca. Por otro lado, se trataría de una emoción considerada pura y dignificante; una enfermedad (que así se caracterizó originalmente, como hemos dicho) sólo al alcance de los hombres honestos y sensibles.
Y se trata, también, de una emoción tan fuerte que en español tenemos dos palabras para aproximarnos a ella: porque hablar de «nostalgia» significa hablar de «añoranza», «dolor y soledad producto de la separación de un lugar o de un ser querido»; término que no nació de la jerga médica y que —probablemente— es más antiguo. (Aunque la añoranza tiene su propio sabor y de ella [tal vez] hablaremos después).
He ahí, de hecho, donde hablar de nostalgia me resulta sospechoso. Ya la biblia nos advierte del peligro de idealizar y añorar excesivamente el pasado, Eclesiastés 7:10: «nunca digas: ¿cuál es la causa de que los tiempos pasados fueron mejores que éstos?, porque nunca hay sabiduría en esta pregunta». El futuro es incierto, nos produce incertidumbre, incluso ansiedad; sobre todo en nuestro presente, marcado por la enfermedad y demasiado tiempo libre. En momentos así es fácil querer refugiarnos en el pasado, rehuir de nuestros problemas y conflictos, de nuestras ansiedades y limitaciones. Los dulces juegos de nuestra infancia, las luces de neón de los ochenta, la escuela secundaria y la siempre insistente preocupación de que el profesor nos descubra pasando notas en clase. Vistas en retrospectiva, todas estas cosas nos resultan divertidas, dignas de ser recordadas; nos producen nostalgia. Tal vez porque hemos olvidado que siempre perdíamos jugando los juegos de nuestra infancia, que las luces de neón dañan la vista y que el maestro siempre nos descubría y castigaba.
Por eso es que rehuir hacia el pasado es como ver a través de un cristal sucio —como bien ha dicho Wong Kar–wai—, donde todo se difumina, donde las imperfecciones de la piel se atenúan o desaparecen; donde todo se idealiza. (Un poco de nostalgia no es malo, es un síntoma de que hemos vivido). Pero magnificar las glorias pasadas es peligroso, porque aunque recordar los buenos momentos y tiempos menos aciagos no es malo, empeñarnos en vivir allí, sí. Alimentarnos de recuerdos es una forma de vivir emborrachados; la intoxicación nos previene de vivir el aquí y el ahora y nos priva de disfrutar las sorpresas que el futuro nos depara, más aún, nos distrae de crearnos un futuro. De nada nos sirve la nostalgia cuando nos aferramos a ella, ya que nos arrebata las ganas de vivir, cuando pretendemos que todo tenga su toque y su sabor.


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