〈Esta entrada viene acompañada de una sugerencia musical: Night lights, de Gerry Mulligan; que, en nuestra humilde opinión, captura muy bien la idea de lo que queremos transmitir〉.
Sin embargo, cuando todo se alinea y el aire de la madrugada se aquieta, en ocasiones se hace el silencio en la ciudad; bajo el manto de Nix se extiende otro manto hecho de aire inmóvil. No ladran los perros ni se encienden la sirenas, no hay fiesta en la casa de los vecinos ni zumba el viento. Nada perturba la calma, salvo una pareja de gatos que corretean en la cornisa y las mariposas negras que revolotean entre las fuentes de luz. Alguien que ronca muy fuerte. El eco lejano, el susurro, de que, en algún lugar sobre la cara iluminada de la Tierra la vida sigue su curso.
En estos momentos es fácil creer que todos duermen, que dentro de las casas y en cada habitación de la ciudad, hay alguien cobijado por Hipnos, que sueña con mañanas de domingo y campos de flores y sol veraniego. Y llega a parecer que la Tierra misma está durmiendo; porque el aire no es frío ni caliente y el cielo no es de ese negro profundo que tiene siempre, sino que más bien está de un azul oscuro que refleja la luz de la luna.
Y a este prodigio de las noches tranquilas le damos el nombre de «conticinio». (Una vieja palabra heredada del latín conticium o conticuum, que deriva, a su vez, de la raíz conticere, «callarse, guardar silencio»).
Y todos pueden asomar la cabeza por la ventana y contemplar las luces en la noche y sentir el aire de la madrugada —que tiene un olor especial, uno que no puedo describir— y toparse de frente con el silencio anómalo, un silencio ensordecedor. Y se maravillan de que, incluso en un lugar siempre alborotado, pueda hacerse el silencio y, más aún, se maravillan de estar despiertos para (no) escucharlo.


No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Y usted qué opina?