viernes, 17 de septiembre de 2021

La palabra «conticinio»

Esta entrada viene acompañada de una sugerencia musical: Night lights, de Gerry Mulligan; que, en nuestra humilde opinión, captura muy bien la idea de lo que queremos transmitir.

Incluso en las ciudades más bulliciosas del mundo (más aún en una pequeña como la mía), hay momentos —a veces ínfimos— en los que todos guardan silencio. En las grandes poblaciones el ruido es permanente: de día es el ajetreo diario, la gente que viene y va, las personas que tienen pendientes y asuntos que atender, la radio y la televisión, las [malas] noticias, la vecina que escucha el mismo disco de Ana Gabriel todas las mañanas; las conversaciones diarias. Aunque el ruido de fondo de la ciudad son siempre los autos:   sus motores se han convertido en la banda sonora de nuestras vidas.

De noche: las fiestas, los antros, los perros que ladran y los gatos furtivos peleando en las azoteas. En las horas de la madrugada el ruido de los autos disminuye pero no desaparece, se hace pausado y se aletarga, precisamente porque hay menos vehículos en movimiento. A veces, pasa una ambulancia o un grupo de patrullas o alguien acelerando el motor en las calles desiertas para sobrecompensar el tamaño de su pene. Por supuesto, nuestros oídos se hacen agudos durante las horas tardías y escuchamos el zumbido de las lámparas en las calles, el vuelo de los moscos y los caminantes tardíos en la banqueta del frente; al vecino de arriba levantarse a tomar agua y la palabrería aciaga de los recién casados que discuten al final de la calle.

Sin embargo, cuando todo se alinea y el aire de la madrugada se aquieta, en ocasiones se hace el silencio en la ciudad; bajo el manto de Nix se extiende otro manto hecho de aire inmóvil. No ladran los perros ni se encienden la sirenas, no hay fiesta en la casa de los vecinos ni zumba el viento. Nada perturba la calma, salvo una pareja de gatos que corretean en la cornisa y las mariposas negras que revolotean entre las fuentes de luz. Alguien que ronca muy fuerte. El eco lejano, el susurro, de que, en algún lugar sobre la cara iluminada de la Tierra la vida sigue su curso.

En estos momentos es fácil creer que todos duermen, que dentro de las casas y en cada habitación de la ciudad, hay alguien cobijado por Hipnos, que sueña con mañanas de domingo y campos de flores y sol veraniego. Y llega a parecer que la Tierra misma está durmiendo; porque el aire no es frío ni caliente y el cielo no es de ese negro profundo que tiene siempre, sino que más bien está de un azul oscuro que refleja la luz de la luna.

Y a este prodigio de las noches tranquilas le damos el nombre de «conticinio». (Una vieja palabra heredada del latín conticium o conticuum, que deriva, a su vez, de la raíz conticere, «callarse, guardar silencio»).

No todos duermen durante el conticinio: están los desvelados y los veladores. Los que trabajan de noche y los que tienen que pararse muy temprano; los taxistas y los médicos, los policías y los cajeros en tiendas de autoservicio. Los niños asustadizos y los adolescentes cargados de hormonas, los fiesteros que regresan a casa. Los estudiantes trabajando en sus exámenes finales y los padres primerizos cambiando pañales. Los ansiosos, los enamorados y los tristes.

Y todos pueden asomar la cabeza por la ventana y contemplar las luces en la noche y sentir el aire de la madrugada —que tiene un olor especial, uno que no puedo describir— y toparse de frente con el silencio anómalo, un silencio ensordecedor. Y se maravillan de que, incluso en un lugar siempre alborotado, pueda hacerse el silencio y, más aún, se maravillan de estar despiertos para (no) escucharlo.

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