〈Erasmo de Róterdam y Michael Foucault se inspiraron en la noción de locura para elaborar sus complejas críticas a las sociedades de sus respectivos momentos históricos, teniendo en común ambos el sentido burlón del término〉.
Aunque parezca extraño, el concepto de «locura» no existe como término médico ni tiene un lugar en los diccionarios de psicología o psiquiatría. Es decir, no es un tecnicismo, no es una forma acertada de referirnos a una situación tan triste como la enfermedad mental. Más aún, nunca ha existido. Ni en la edad media con todos sus disparates ni en el siglo XIX y su higiene deficiente existió el concepto serio de «locura». Éste está presente en el lenguaje como una expresión coloquial, una forma común —y muchas veces corriente— de referirnos a todo lo que nos resulta extraño, anómalo, sorpresivo o fuera de lugar; a todo lo que, por extensión, no es habitual, estándar, usual, rutinario, típico, promedio, corriente, esperado, acostumbrado, común, adecuado, convencional, correcto o tradicional.
Sucede, sin embargo, que en medio de todas estas acepciones tan razonables y correctas, nos encontramos con un arma muy peligrosa. Con una palabra que descalifica a todas las otras palabras. Una fórmula mágica, un encantamiento, un embrujo demoníaco, pensado para descalificar a una persona porque sí, sin la necesidad de dar razones:
Pocas cosas tan útiles para desestimar la opinión de una persona (especialmente de una mujer) como acusarla de estar loca: vi⁊.: demeritar sus impresiones y sus experiencias porque éstas carecen de significado, porque un loco no acude a la razón tanto como a sus emociones, y por lo tanto su volubilidad y falta de pensamiento lógico hace su juicio dudoso y sus ideas descalificables.
Así pues, no sólo el concepto de locura carece de respaldo clínico, sino que, en su uso coloquial, no es más que una forma velada de atacar a la persona en lugar de sus argumentos.
Reservamos «locura» y «loco(a)» para las conversaciones que no abordan el tema con seriedad, para las personas que nos merecen una opinión despectiva —justificada o no—. Decimos que los adolescentes que se muestran inconformes y dotados de sus propios pensamientos están locos o son rebeldes; decimos que las mujeres con opiniones profesionales contrarias a las nuestras están locas o son brujas, pensamos que los miembros de nuestra sociedad que no temen al ridículo o no respetan la moral sexual en turno también tienden a ser calificados como locos. Esta palabra es, pues, un castigo, una forma de atacar, de agredir a una persona que nos resulta incómoda o que cuya conducta nos molesta.
Y aunque en la actualidad se ha intentado redignificar el término y darle una connotación positiva, en última instancia estos intentos terminaron por caer en lo ridículo o en promover modelos de conducta que no son sanos, que romantizan acciones como las autolesiones, el consumo de drogas o la depresión.
Y es por esto, a nuestro humilde juicio, que esta palabra es una de las más odiosas y desgraciadas que tenemos.
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