sábado, 22 de julio de 2023

Una caminata bajo la lluvia.

El pasado viernes cayó un aguacero en la ciudad y, fiel a mi costumbre, me empapé. Me sucede al menos un par de veces por año: saliendo de la escuela, del trabajo, yendo de día de campo o a comprar flores; hay un chaparrón y regreso a casa tembloroso y escurriendo, con el frío de la lluvia metido hasta la médula. Este año ya cumplí mi cuota.

Mi plan era pasar por el centro de la ciudad a atender algunos pendientes rápidos y luego dirigirme a la cinemateca municipal para la función de las cinco. Comenzó a llover cuando ya estaba en camino —demasiado tardé me di cuenta que olvidé el paraguas—, en un autobús casi vacío y las nubes, bajas y de vientres planos, se paseaban despacio, arrastradas por las ráfagas de aire, desbaratándose en el proceso. «No lloverá mucho», pensé equivocadamente; reconociendo los indicios de una tormenta, pero con la esperanza de no empaparme (cf. «Presagios de tormenta»).

Me entretuve un rato viendo como las gotas se estrellaban contra los autos y contra la ventana del autobús (de lo que también ya he hablado, cf. «Las gotas en la ventana»); viendo como el aire formaba ráfagas parecidas a las ondas de un sismógrafo sobre el pavimento, con la nariz embotada por el petricor;

Por fin llegó el momento de bajarme del vehículo y andar cinco cuadras hasta la oficina donde tenía que hacer mi entrega y luego otras dos a la cinemateca, pero la lluvia no había aminorado. Me puse la sudadera y la gorra, me quité los lentes para evitar que se mancharan con las gotas y, abrazando mi mochila llena con mi ejemplar del «Fausto» y algunos papeles que no podía dejar que se mojaran, salté a la calle. La brisa me besó en el cuello.

Por supuesto, no podía detenerme mucho tiempo, la lluvia caía justo de frente a mí; así que comencé a andar tan pegado a la pared como pude, en ese ángulo la lluvia cae con menos intensidad. Apenas una hora antes el termómetro se acercaba a los 30 °C, pero en ese momento sentí cómo el frío y la humedad me subían por las piernas, como serpientes enredándoseme en los tobillos.

Soy algo miope, y por supuesto que no puedo ver bien sin mis lentes, tuve que realizar esfuerzos titánicos para ver los letreros con los nombres de las calles. Pero llevándolos puestos la historia hubiese sido la misma, ya que la lluvia los salpica y empaña.

Cuando por fin llegué a mi primer destino mi pantalón estaba húmedo hasta las rodillas y sentía la humedad traspasar mi sudadera: la oficina estaba cerrada. Bufé y me quedé de pie observando las puertas cerradas. El aguacero se hizo más intenso. Me refugié en el amplio dintel de una casona cercana y pensé en si debía regresar a mi casa ahora que veía mi afán fracasado y la lluvia no paraba.

La película que tenía intención de ver era «La doble vida de Verónica», de Krzysztof Kieślowski, que ya he visto un par de veces y que la verdad nunca he entendido del todo (y es que no soy versado en cuestiones cinematográficas), pero que me intriga desde mi adolescencia —en alguna ocasión mencioné aquí que solía tener una fotografía de Irène Jacob encendiendo un cigarro en la pared de mi cuarto, bueno, era un fotograma de esta película—. Luego de pensarlo un rato, me decidí a ir a la función de todas maneras, y así al menos habría cumplido la mitad de mi plan.

Las últimas dos calles de mi caminata fueron largas y trabajosas, la tormenta se intensificó y los goterones estallaban contra el piso y las paredes con singular estridencia, salpicándolo todo. No sé quién pensó que era buena idea colocar los desagües de las azoteas justo a la altura para que el chorro le caiga a la gente en la cabeza, pero sé que carecía de buen gusto y elegancia. Dos veces me crucé en el camino de sendos chorros que fluían desde algún techo.

Mientras avanzaba por el último tramo de camino, se me vino a la cabeza que debía escribir una entrada sobre cómo me cayó una tormenta encima mientras iba a ver una película; luego pensé que ya he hablado, y mucho, sobre la lluvia (cf. «Historia de una hora») y después que eso no importaba. Estaba irritado por el frío y la humedad cayéndome por la espalda, molesto porque encontré la oficina cerrada y también porque aquella noche no dormí bien; pero entonces, en medio del ruido blanco que produce la lluvia, recordé algo que leí hace mucho tiempo: «la lluvia arruinó mi día de campo y mi peinado, pero calmó la sed de estos árboles, ¿quién soy yo para decir que no debe llover?». Esa idea me tranquilizó.

Por fin llegué hasta la cinemateca, unos quince minutos antes de las cinco, me paré en el dintel y me sacudí, me quité la gorra rebosante de agua y la exprimí con las manos, también me quité la sudadera; bastaría con pasar al baño y podría limpiarme la cara y ponerme los lentes, estaría como nuevo justo a tiempo para el inicio de la función. Entonces el rumor de la brisa cesó. Asomé la cabeza por la puerta: había dejado de llover.

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