viernes, 21 de enero de 2022

Las gotas en la ventana.

La lluvia puede sorprendernos en cualquier lugar y momento. Casi siempre nos encontramos con la brisa incipiente mientras caminamos por la calle o hacemos sobremesa en un restaurante o tratamos de no gastar tanto en un centro comercial; a veces nos sorprende la tormenta cuando estamos lejos de casa y dejamos la ropa recién lavada colgada, una ventana abierta o al perro afuera; y claro que a todos nos ha caído un diluvio encima mientras regresamos del trabajo. En temporada y fuera de ella, en realidad nunca deja de sorprendernos el agua elemental cuando cae del cielo y descubrimos que olvidamos el paraguas en el autobús.

En las horas de la tarde, cuando los rayos del sol van haciéndose naranjas y el bochorno se pone pálido, cuando las primeras gotas se estrellan contra el piso es posible sentir como la tierra suspira, como aliviada, como agradeciendo el beso del cielo —o rechazando su llanto estrepitoso—. Entonces vemos a los adultos correr a resguardarse de la lluvia y vemos [con envidia] a los niños saltar en los charcos.

Pero a veces también nos sorprende la lluvia en casa una tarde de día de descanso. Los signos de su inminencia son inconfundibles: la textura del aire cambia, también la luz que penetra entre las nubes; la temperatura desciende despacio, como amodorrada, a medida que la humedad que flota en el ambiente lo cubre todo, casi como si pudiera escabullirse entre las rendijas y debajo de las puertas. Entonces aparece el olor de la tierra húmeda y reblandecida, el «olor a lluvia» que desborda el olfato y exalta la imaginación, acaso por ser indefinible en términos concretos, porque todos sabemos lo que es aunque no podemos ponerlo en palabras.

Y la lluvia choca también con las ventanas de nuestras casas (y trabajos). Y entonces deja de ser lluvia, se convierte en gotas. Rompiendo su conexión con el todo, con la totalidad del torrente que se precipita, y de un golpe sordo se descubren convertidas en una gota minúscula sobre la ventana de nuestra recámara. Pequeñas y temblorosas, vibrantes, contra el cristal empañado, continúan su descenso, se deslizan como serpientes. Como escribió Ida Vitale:

[...] corren libres por vidrios y barandas,
umbrales de su limbo,
se siguen, se persiguen,
quizá van, de soledad a bodas,
a fundirse y amarse [...].

〈Y lo escribió mejor que yo, pero aún así me aventuro a decir una última cosa〉:

Qué fascinación nos produce ver llover desde la ventana, contemplar los cielos grises y las nubes cargadas de llanto, las ráfagas de viento que bailan con el agua que cae y los despistados que corren con las esperanza de no mojarse mucho. Qué tranquilidad produce la visión de los árboles agitando sus ramas bajo el peso de la lluvia, la visión del pasto perlado. Qué intriga la luz de las calles que se alarga y se difumina al cruzarse con la tormenta y el vaho que la envuelve. Qué sosiego el rumor de las gotas que caen, que estallan contra el piso, contra las copas de los árboles, contras los escaparates y las marquesinas, los parabrisas y las azoteas, contra la hierba desnuda y los paraguas y los impermeables; contra las ventanas.

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IDA VITALE. (2002). «Gotas» en Reducción del infinito. 1.ª ed. Barcelona, España: Tusquets Editores.

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