〈Para la película con Richard Gere y Diane Lane, v. «Noches de tormenta»〉.
Si vemos que se aproximan nubes grises y azules, que se pasean por entre los cerros y las montañas a poca altura y con una apariencia de dureza extraña, parecida a la de la consistencia del algodón de azúcar, entonces tenemos indicadores claros de clima frío, de días nublados, de brisas suaves o tormentas eléctricas. Y vemos los nubarrones coronarse con los rayos y los truenos que retumban en su interior y que por momentos conectan el cielo y la tierra; y son violáceos y morados y blancos —aunque en las películas siempre son azules; ignoro si en otras latitudes o climas sean de ese color.
A medida que las nubes se acercan también somos testigos de cómo el color de las cosas cambia, las paredes, las flores, los árboles, los autos en las calles y las estériles planchas de estacionamiento se hacen pálidas, se cubren de un velo opaco que parece robarles vitalidad. Las casas se oscurecen; las oficinas y los salones de clases se inundan de un vaho denso y extenuante: qué difícil es trabajar o estudiar cuando llueve.
Y sopla el viento, se mueve rápido debajo de las puerta y por entre los muros de la ciudad, trayendo consigo la anticipada humedad de la tormenta: el olor del aire cambia, se hace más espeso y huele a humedad, a vulva, a lluvia, a pétalos de rosa recién estrujados; a los cultivos que reciben el aguacero como una bendición, como la sonrisa sincera de una mujer anciana en la calle.
La temperatura disminuye, el mercurio se contrae en los termómetros, los gatos furtivos buscan refugio, los pájaros se resguardan en sus nidos y los perros se echan en sus camas a medida que la humedad del ambiente se hace más fuerte. Las abejas y las mariposas, siempre vistosas y alegres durante la primavera y el verano, desaparecen de la vista; incluso las flores agachan un poco la cabeza, como buscando cubrirse de los goterones de tormenta.
Por acá y por allá corren los niños y los adolescentes, albergando la esperanza de que en su camino a casa los sorprenda en la calle la lluvia elemental; esperan correr bajo los truenos, saltar entre los charcos, jugar a las escondidas entre la neblina, besarse bajo la llovizna. Los amantes y los románticos empedernidos abarrotan las terrazas y los cafés, deseosos de contemplar la ciudad bajo la tormenta —cualquier ciudad, no sólo París, Londres o Praga.
〈Y en el verano y durante la sequía, durante los largos y angustiosos meses de agua escasa, la brisa se precipita en el suelo como lágrimas y su frescura y su consuelo son recibidas por todos con júbilo y los brazos abiertos; como cura contra la asfixia y el calor, como beso en la frente de los cultivos〉.
Algunos se resguardan de la lluvia —y hacen bien porque las gotas caen al suelo llenas de la contaminación que flota en nuestro aire y se vuelven ácidas y terribles para la piel—, unos cierran puertas y ventanas, otros dejan que el aire de lluvia invada sus hogares, muchos corren para evitar mojarse, otros desisten de hacer carrera con el clima y se resignan a empaparse (Gene Kelly, por supuesto, bailaría y cantaría). En cualquier caso, he aquí a la tormenta, largamente anunciada.


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