viernes, 8 de octubre de 2021

Historia de una hora.

Es cuatro de octubre y está lloviendo copiosamente. Había sido otro lunes aburrido y una tarde de otoño de colores brillantes, de cielo claro y viento fresco. Casi de un momento a otro, llegaron por el poniente las nubes negras, vienen a raudales y hacen una entrada espectacular: truenos y relámpagos anticiparon la tormenta; pero la lluvia no esperó. Ahora son las siete —de la tarde o de la noche, como prefieran— y la temperatura ha descendido al mismo tiempo que los colores del atardecer se apagaron.

Desde mi sala puedo ver los colores eléctricos del cielo a través de las persianas y el rumor de la lluvia es inconfundible: miles de pequeñas gotas que golpean el piso, las azoteas, los árboles y las ventanas, las láminas y los coches. Son tantas y golpean tan seguido que el ruido discordante que produce cada una de ellas se funde en la gran totalidad de un sonido uniforme, al que sólo podemos llamar rumor.

Me siento delante de la computadora a esperar que la lluvia amaine y atender los últimos pendientes del día. Mal momento para habernos quedado sin pan en casa, y la panadería cierra temprano. Son las siete y cuarto. Hay un trueno, el resplandor de un rayo y las paredes crujen y los cristales vibran. Casi como un escalofrío la luz de mi lámpara oscila un instante y luego se extingue. Mi laptop tiene batería, así que me quedo alumbrado por la luz mortecina de la pantalla. Miro a todos lados, los focos se apagaron, pero también el refrigerador y el teléfono. Me asomo por la ventana: sólo la lluvia. Hay un apagón.

A principios del año hubo fallas eléctricas en todo el país y en casa tuvimos la precaución de comprar un paquete de velas, sólo en caso de que fuera necesario. Enciendo una vela que ya está consumida a medias y la acomodo en un candelabro improvisado.

Reviso los aparatos, desconecto todo y apago la computadora. Lo hago por hábito, de niño mi padre me dijo que durante las tormentas eléctricas esto evita que los electrodomésticos se dañen. La televisión, el teléfono, el módem. La comida refrigerada va a estar bien mientras nadie abra el refrigerador (para conservar baja la temperatura adentro), además «la electricidad no debe tardar en volver», pienso; el hielo, sin embargo, sí puede derretirse, no sé por qué esto me preocupa, no necesito hielo, hace frío.

El reloj en la pared indica las siete veinticinco —más o menos— y entro a la cocina dispuesto a poner la cafetera; ya tengo el café en la mano cuando me doy cuenta de que lo que estoy intentando hacer no tiene sentido.

〈El hielo se está derritiendo〉.

Por acá y por allá pongo más velas y me maravillo de que en algún tiempo éstas fueron indispensables para pasar las noches. Su brillo hoy nos parece escaso e inútil para escudriñar una habitación; pero suficiente para sentarse en la tranquilidad de la sala y, en el ángulo correcto, para leer un poco. «De cualquier forma, pensaba avanzar con este libro hoy», me digo y acomodo la vela delante de mi volumen de Las mil y una noches en el comedor.

Son las siete treintaisiete y la electricidad no regresa.   A esta hora, las luminarias de la calle ya estarían encendidas y los vecinos pasearían a sus perros, pero la lluvia no amaina y la única luz en las calles es el resplandor violáceo de los relámpagos. Al menos ya no ha caído otro rayo cerca.

Son las siete cincuenta y la vela comienza a bailar y a oscilar, va a sofocarse; justo cuando la bella Zumurrud va a reencontrarse con el amor de su vida, el joven Alischar, hijo de Gloria. Me duelen los ojos —no estoy acostumbrado a leer con una luz tan baja—, así que es momento de detenerse, de cualquier manera. Y el hielo se sigue derritiendo.

Cierro el libro y espero que la vela se ahogue, con la luz insuficiente veo la caja cuadrada del módem con todos los focos apagados y la mesita del teléfono. Sé que hubo un tiempo en que los teléfonos no necesitaban energía eléctrica para funcionar; pero la electricidad —como el internet— es egoísta: nos exige dependencia total. Sobre esto me pongo a cavilar un buen rato, concentrándome en el margen de las formas que veo a mi alrededor.

Entonces, como un estertor, escucho que el motor del refrigerador comienza a trabajar, y poco después el módem se enciente, igual que las luces de la calle. El apagón ha llegado a su fin y el hielo ya no se derrite.

〈Esta temporada de lluvia ha sido terrible por todo lo largo y ancho del país; me siento afortunado de no haber sufrido más averías que un apagón y escribo esto con todo respeto para los que sí se vieron afectados〉.

Reconecto todos los aparatos, apago las velas, menos la que usé para leer, y miro el reloj: las ocho con tres minutos. Vuelvo a encender la lámpara y la luz, como si fuese agua, brota a borbotones de ella. Miro la laptop sobre la mesa y recuerdo que tengo que terminar los pendientes, después de todo, el día todavía no acaba.   Tanto (y tan poco) sucede durante un apagón entre las siete y las ocho.

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