En los últimos años, cada vez más me he encontrado con un nuevo mandamiento de la modernidad que me causa inquietud: leer en serie. Los teóricos de la así llamada «gente de alto valor», los machos sigma o épsilon, defienden la importancia de leer a ritmos vertiginosos, de leer muchos libros (a veces de calidad e ideas cuestionables) y con prisa, de leer muchos libros al mismo tiempo.
En internet me he encontrado con personas que se precian de leer cien libros al año, de leer cinco libros a la vez, de leer sobre hábitos y alto rendimiento y alto valor sin poner nada en práctica nunca. En fin, de leer como una forma de ser productivo, donde lo importante no es la calidad de lo leído sino su cantidad y la extensión de las frases que se pueden citar de memoria. Personas que, muchas veces, no disfrutan leer y no lo hacen por curiosidad, por amor al conocimiento o simple y llano placer; sino porque se supone que la lectura hace a las personas mejores, porque su hacedor de podcast favorito recomienda leer mientras se corre un maratón o porque se siente culpable de dedicar una hora del día a sí mismo, a su ocio o su recreación.
Y, como ya intuye el lector, detesto esta forma de entender la lectura porque la convierte en un producto y en una forma de producción, porque nos grita «no tienes derecho al tiempo libre, al descanso, a la ensoñación o la recreación; tienes que ser productivo, tienes que ser útil, tienes que exprimirte hasta la última gota que ya descansarás cuando te mueras».
Hay quienes pueden leer quinientas páginas en una semana, devorar un libro y sentarse a meditarlo con tranquilidad y comenzar a leer otro libro de inmediato. Pero lo cierto es que la memoria no es estática, cambia, se transforma, los detalles se hacen difusos y tienden a perderse; y si parte de la información se ha disuelto entonces la mente llena los espacios como puede. Por ello no sirve leer cien libros en un año, al final de ese año uno se queda no con la memoria de cien libros distintos, sino con una enorme amalgama de cosas incoherentes, una densa niebla que envuelve el significado y las reflexiones que podríamos extraer de cada libro por separado.
Hay, por supuesto, sutilezas en estas declaraciones: un estudiante universitario se ve en la necesidad de leer mucho y hacerlo muy a prisa y obligarse a entender, lo mismo que un agente editorial o un crítico literario o un abogado.
Por otro lado, creo que todos deberíamos leer pero también creo que no se debe obligar a nadie a leer. Borges sostenía que la lectura es una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a la gente a ser feliz.
Disfrutar de una historia escrita y reflexionarla y analizarla es un arte, requiere tiempo y precisa buena disposición. Así como en el cine cada color y cada sonido están puestos intencionalmente y como en la arquitectura cada piedra y columna tienen una razón de ser, en los libros cada palabra es sopesada con cuidado y colocada en el lugar que más conviene, cada punto y cada coma tienen una función. Incluso cuando lo que se lee es la historia de la invención de los martillos las palabras que narran esa historia han sido escogidas con cuidado, recolectadas como se recolectan las uvas y los granos de café.
Pero, además, estas narraciones deben ser cuestionadas: ¿estaba de verdad tan loco don Quijote?, ¿era verdadero el amor de Romeo y Julieta o sólo un capricho adolescente?, ¿por qué en la Divina comedia los enemigos y rivales políticos de Dante estaban en el infierno?, ¿qué demonios intentaba decir John Milton en El paraíso perdido?, ¿Edmundo Dantés hizo lo correcto con su plan de venganza y haciéndose llamar Conde de Montecristo?; son preguntas que vale la pena hacerse, más aún, son preguntas que es necesario hacerse y encontrarles respuesta, o al menos formarnos una opinión más o menos razonable, requiere tiempo y que nos detengamos a pensar sobre lo que leemos como nos detenemos a ver con cuidado un video gracioso en TikTok para disfrutarlo plenamente.
No hace falta esperar a que llueva para prepararse un café y sentarnos junto a la ventana a leer a Hesíodo y sentirnos los muy cultos. —Jamás he leído a Hesíodo—. Se puede leer un poco antes de acostarse o en el camión de ida al trabajo. Se puede leer los domingos por la tarde cuando el hastío nos consume o en la fila del banco. El punto es disfrutar la lectura y ser críticos de ella.
Aún así (y sin demeritar lo que ya he dicho) debo admitir que mi disgusto tiene raíz subjetiva: detesto tener que leer de prisa porque me hace sentir como en la escuela. Y es que, durante años, fui usuario fiel del sistema de bibliotecas de mi Universidad: había mucho que leer y repasar y muy poco tiempo. Y la mejor forma de maximizar ese tiempo era retirando los libros en préstamo (así podía exprimir un poco el tiempo que pasaba en el autobús de iba y vuelta —casi dos horas todos los días—). Sucede, sin embargo, que dichos préstamos tenían una duración limitada, por esta razón me veía en la necesidad de leer a toda prisa los libros prestados. Tratándose de material especializado, propio de la licenciatura, leerlos a prisa era una tarea pesada: tecnicismos, la montaña de referencias, las teorías y cómo se relacionan y solapan, las ideas y enfoques que son superados o desechados pero cuyos libros aún persisten en los libreros. Siempre estuve feliz de tener la posibilidad de usar las bibliotecas; pero leer a prisa me hace sentir que estoy haciendo tarea.
Para finalizar, una breve reflexión del magnífico Groucho Marx sobre la lectura: «afuera del perro, el libro es el mejor amigo del hombre, y adentro del perro probablemente está muy oscuro para leer».

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