lunes, 2 de octubre de 2023

«Lost in translation» de Sofía Coppola y la paradoja de la soledad.

La reconocida directora Sofía Coppola (que ya sé que es Sofia, pero Sofía se ve mejor) estrenó en octubre de 2003 su segunda película: «Lost in translation», un éxito de taquilla instantáneo aclamado por la crítica; gran exponente de un curioso subgénero cinematográfico, el lonely people in neon cities, objeto de análisis y discusiones, esta película ha capturado la imaginación de los(as) románticos(as), los(as) solitarios(as), los(as) melancólicos(as) y los(as) desvelados(as) durante ya veinte años.

Ahora bien, dadas las sutilezas que la construyen y que la trama es casi toda diálogos entre los protagonistas, muchas personas podrían encontrarla aburrida, demasiado lenta para capturar la atención, sin embargo, basta con prestar un poco de atención a los excéntricos chistes sexuales y juegos de palabras para descubrir el dilema existencialista que Sofía Coppola nos ofrece:

Esta película nos invita a penetrar en la intimidad de dos personajes diametralmente opuestos: Charlotte, interpretada por Scarlett Johansson, y Bob Harris, que es Bill Murray, ella (la protagonista de la película) es la joven esposa de un fotógrafo prestigioso, él es un celebrado actor en el declive de su fama. Ambos coinciden, por apenas unos días, en un gigantesco hotel en el centro de Tokio y su conexión es inmediata: algo, largamente olvidado en lo profundo de sus almas, se reconoce en el otro.

Son diferentes, habitan en mundos distintos, aunque cercanos, han vivido vidas que poco tienen en común. Los separa una brecha de edad importante.   Y, sin embargo, comparten una forma de ver el mundo: ambos se sienten profundamente solos. La película nos abre la puerta a la intimidad de estos dos amigos improbables, que se conocen en un restaurante y se saben fuera de lugar: todos a su alrededor saben qué hacer y a dónde ir, conocen la palabra precisa y la ropa adecuada; en un extremo, fuera de foco, están Bob y Charlotte en ropas incómodas y sin saber qué decir, en el rincón de la mesa del bar.

En un país extraño, con un idioma que no comprenden, con emociones que es imposible poner en palabras, que se pierden en la traducción, acosados por su soledad y el silencio, emprenden un largo viaje al centro de sí mismos, alcanzan a conocerse, a establecer una íntima conexión. La clase de intimidad que algunos matrimonios no tienen, que se construye a lo largo de años; pero que aflora naturalmente apenas nuestros protagonistas comienzan a hablar:

He aquí la paradoja de la soledad: uno puede sentirse solo incluso entre muchos otros, en Tokio, una de las ciudades más populosas del mundo, rodeado de actores y fotógrafos, de amigos y de socios. Se puede estar solo en compañía.

Sin embargo, la película va un paso más allá y nos muestra cómo nuestros protagonistas se acompañan a estar solos. Hablan, comparten partes de su vida, viven un par de aventuras, se enfrentan a los prodigios de la vida moderna; tal vez asumen que su viaje, su tránsito por la vida, ha de ser solitario, pero por un momento, se han encontrado y han descubierto que hay otros que, como ellos, se sienten fuera de foco y que, en efecto, es posible establecer una verdadera conexión con otro ser humano.

Es difícil dar crédito a que este tipo de conexión ocurra en la vida real, a que no se trata más que de un producto de la imaginación inflamada de una cuentacuentos; pero yo elijo creer. No sólo porque esta es una de mis películas favoritas, sino porque todos queremos ser encontrados —como reza el póster— y renunciar a esa esperanza (la de poder sentir verdadera aprecio, amor, amistad, repudio, enojo) por otro ser humano es como morirse por dentro un poco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Y usted qué opina?