Aunque la Navidad se celebra, como todos sabemos, el 25 de diciembre, su llegada comienza a prepararse desde inicios de noviembre y el ánimo navideño se hace presente desde el 1.º de diciembre, por lo que no sería errado referirnos no a la Navidad como una celebración aislada, sino como una temporada completa de celebraciones, las fiestas decembrinas, la temporada navideña, que en realidad comienza con el primer domingo de Adviento (y al menos en México, la primera posada) y termina con la Noche de la Epifanía el 6 de enero.
Y la temporada navideña tiene características fascinantes: la más llamativa es la lenta conversión de una fiesta religiosa (propia del cristianismo) en una fiesta secular, fundamentada en una serie de costumbres y tradiciones a las que se las ha despojado de su sentido original. Este fenómeno es interesante porque es un reflejo de nuestras sociedades y su relación con la espiritualidad, lo que, además no es un fenómeno nuevo —Charlie Brown ya se preocupaba por ello—, a lo que podemos sumar el carácter comercial y, sí, consumista que la festividad ha adquirido.
La otra característica es lo que podríamos llamar el deber de estar feliz: en la televisión, en las películas, por las calles, en las publicaciones de Instagram, en los convivios del trabajo, por todos lados nos encontramos con una imagen de la felicidad idealizada que se supone que todos experimentamos durante esta época: las fiestas, las reuniones familiares, dar y recibir regalos, pasar la noche en un lugar tibio y acogedor a pesar del invierno; son todas condiciones que demandan felicidad, que se espera que nos brinden bienestar y regocijo y ello se ve reflejado en la forma en que la Navidad se percibe socialmente;
Para muchas personas este mandato se convierte en una auténtica fuente de presión y otras tantas lo encuentran risible o ridículo, pero a todos nos afecta de alguna manera.
Se nos dice «sé feliz, disfruta, convive» y convertir la felicidad en un deber nos lleva a encontrarnos con una paradoja: la felicidad no se puede forzar y no se debe fingir, obligarnos a estar felices nos obliga a desconectarnos de cómo nos sentimos y a enmascarar las verdaderas emociones que experimentamos; esforzándonos por estar alegres terminamos por no sentir nada.
No es malo que una temporada del año se asocie con la alegría y el tiempo en familia, lo que sí puede ser perjudicial es querer obligarnos a experimentar una felicidad que no sentimos genuinamente. Y es que incluso si no somos tan felices como la protagonista de la película de Hallmark que redescubre el sentido de la Navidad en un pequeño pueblo y se enamora de un panadero bien parecido, ello no significa que no seamos felices para nada:
Sucede que en la vida real, lejos de los grandes gestos a los que el cine y la publicidad nos tienen acostumbrados, la alegría es más discreta y silenciosa, no es la ruidosa y opulenta celebración de los anuncios, ni el idealizado reencuentro con el sentido de la vida de las películas, es simplemente un momento para estar bien con uno mismo (ya sea que se pase las fiestas con la familia, con amigos o a solas); pero ese ideal, de la paz y la alegría tranquilas, no sirve para ponerlo en un escaparate ni explica por qué al final la protagonista decide dejarlo todo en la ciudad para quedarse a vivir con el atractivo panadero que conoció hace dos días.
Pero estoy divagando. Lo que quiero decir es que, al final, todo se reduce a nuestra propia forma de bienestar, que no tiene que ser la que la sociedad espera de nosotros, se puede ser feliz sin los regalos, sin el banquete enorme y sin las luces de colores, y se puede estar melancólico con ellas.
Celebrar significa también extrañar a los que ya no pueden compartir la mesa con nosotros, sea por la razón que sea, y esa nostalgia es también parte del espíritu de las fiestas.
No se trata de ser alegres como un modelo en un anuncio publicitario o de que el corazón nos crezca como al Grinch, sino simplemente de ser, de la manera única e irrepetible en que sólo nosotros podemos serlo.
Feliz Navidad a todos. Y paz en la Tierra a los hombres y mujeres de buena voluntad.

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