Sobre los quehaceres y las tareas de casa que parecen no terminarse ya hemos hablado (cf. «Los quehaceres»), y es que la tarea de mantener una casa en condiciones razonables requiere de cantidades ingentes de tiempo y esfuerzo: lavar, barrer, trapear, sacudir los muebles, ahuyentar los malos olores de los baños. Lugar a parte merece la preparación de la comida (una tarea que se realiza tres veces al día y que requiere de su propio tiempo de planeación y preparación —nada peor que descubrir en el último momento que nos hemos quedado sin sal de ajo—); pero, a pesar de todo esto, el caso de los trastos, la loza, es especial.
Y es que se trata de un trabajo que persiste a pesar de nuestros mejores esfuerzos. No importan cuantos platos limpiemos, siempre quedará uno en espera, una cuchara, un cuchillo. El vaso medio lleno en el borde de la mesa que alguien sigue ocupando o el tóper en el que se guarda la comida.
En una familia de cuatro siempre habrá al menos cinco vasos sucios en el fregadero. Siempre hay algún envase en el refrigerador que nos negamos a limpiar. O la botella de agua en que nos llevamos el vital líquido al trabajo, que sólo porta agua simple y que sólo usamos nosotros; y a veces parece innecesario lavarla todas las noches al regresar a casa.
Por las mañanas, cuando la prisa por llegar al trabajo nos impide impide pensar con claridad, lavar los platos del desayuno no es una prioridad (al fin y al cabo, seguirán ahí cuando regresemos). Por las noches, cuando todo lo que queremos es recostarnos y estirar las piernas, la necesidad de lavar la loza se vuelve odiosa.
Más aún, en las fiestas familiares, cuando el fregadero reboza de trastos y la sobremesa se extiende hasta las primeras horas de la noche; recoger la mesa se convierte en una tarea titánica, una que nadie quiere hacer.
Mucho del tedio que produce esta tarea tan cotidiana tiene su origen en su naturaleza repetitiva (y en su naturaleza persistente: se hace al menos dos veces al día), en su eterno retorno, en que se convierte en una tarea inacabable; como la tortuga corriendo detrás de Aquiles, podemos sentir que estamos más cerca de dejar los trastos limpios pero son sólo quimeras. Y, claro, en semejantes circunstancias cualquiera pierde un poco la cabeza.
Pero destacamos también que se trata de un trabajo mecánico, que se hace sin pensarlo demasiado pero que requiere de mucha precaución, una combinación agotadora para un cerebro humano; y destacamos, por otro lado, que lavar la loza tiene un talento especial y desconcertante para maltratar la piel: se trata de una tarea sencilla, que no exige demasiada fuerza o materiales especiales —los guantes de plástico no cuentan—; no es arar la tierra ni practicar ebanistería, tampoco somete a las manos al mismo estrés que la peletería o la herrería; y aún así produce daños en la piel de las manos que llaman la atención.
El tacto del agua fría, la resequedad que produce el jabón para platos, el escozor del cloro, el sonido acuoso de la llave corriente, el engorro de lavar la licuadora o la olla grande de aluminio; la necesidad de limpiar con cuidado especial el sartén para no dañarlo. Tal vez la tarea esté concluida en veinte minutos y la cocina quede reluciente; tal vez nos tome una hora y todavía haya que limpiar el comedor lleno de migajas; en cualquier caso, siempre se nos acercara alguien con la cabeza baja y las manos escondidas para poner un vaso sucio en el fregadero que acabamos de limpiar...

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