domingo, 21 de agosto de 2022

Los quehaceres.

Que cada uno barra delante de su puerta
y todo el mundo estará limpio.
—J. W. Goethe.

Nunca ha dejado de llamar mi atención la naturaleza cíclica —interminable— de los quehaceres del hogar: sin importar qué tan minuciosamente pasemos la escoba siempre habrá un poco de polvo en el piso, los cristales vuelven a ensuciarse aunque los limpiemos, el lavamanos siempre necesita lavarse y los muebles piden ser sacudidos. (Cf. «Polvo sobre los muebles»).

Podemos sentirnos muy orgullosos de lo limpio que ha quedado el piso, y quisiéramos que se quedara así para siempre, intentamos que permanezca impoluto el mayor tiempo posible: obligamos a los demás a no cruzar por donde hemos limpiado, a quitarse los zapatos, a cuidar de no dejar caer ni una gota por pequeña que sea. Aún así, sabemos que es imposible evitar las manchas por siempre, nos resignamos a esperar a que llegue el próximo día de trapeado para volver a disfrutar del piso aseado —porque trapear todos los días es desgastante y desperdicia agua—. Sabemos también que con la temporada de lluvias los cristales de las ventanas se empañan y se ensucian, como sabemos que es importante sacudir el polvo de los libros y los sillones. Se trata de tareas cíclicas, que nos vemos en la necesidad de hacer una y otra vez. Sísifo empujando la piedra cuesta arriba.

El ciclo de algunos de estos quehaceres es más corto que el de otros: regamos las plantas más seguido de lo que cambiamos las cortinas de la habitación. Podemos posponer lavar la ropa más de lo que podemos postergar hacer la comida. A menos que el piso esté de verdad muy sucio, siempre podemos no barrer y decir que sí lo hicimos. Lavamos los platos todos los días, varias veces por jornada, en realidad, tanto así que se vuelve absurda e insultante la cantidad de trastos sucios que aparecen en el fregadero: acaso se reproducen por mitosis o la buhardilla está infestada de chaneques.

Casi siempre omitimos tanto como sea posible sacudir los libreros y las baratijas; pero no podemos hacer eso con la limpieza del baño.

Mantener limpio el frente de una casa es siempre demandante: quitar el polvo y las basurillas, la hierba que se rebela contra el concreto creciendo entre las grietas; pero el auto de Google Maps puede pasar por nuestra calle en cualquier momento y entonces cualquier persona [con acceso a internet] podría ver el exterior de nuestra casa sucio.

Y ante semejante panorama sólo podemos desarrollar cierta afición por algunas de estas tareas: muchas personas disfrutan de pasar el tiempo regando las plantas, hablando con las flores, disfrutando el olor de la tierra mojada; otros gustan de barrer el patio mientras maduran otros designios, o lavan los platos mientras calculan el presupuesto de la semana siguiente. Algunos encuentran cierto sosiego, alguna especie de calma, en sacudir los muebles o lavar la ropa;

Es, claro está, la calma y el sosiego que produce la rutina. Vi⁊.: la libertad de divagar, de cantar y bailar; la seguridad de tener algo en qué ocuparse. Una tarea, por muy tediosa que resulte, que precisa nuestra dedicación y tiempo, quizá, una tarea que sólo nosotros podemos atender.

Hacer la limpieza tiene su propio símbolo indiscutible: la escoba, nada nos habla de la higiene casera tanto como el desvencijado cepillo de una escoba mediana; y también tiene su propio imaginario: los guantes de látex de colores chillones, el paliacate amarrado a la cabeza, el limpiavidrios azul, el mechudo percudido, las jergas y trapos de todos colores y tamaños, las botellas llenas de productos químicos.   Sin embargo, el mundo de la limpieza es ante todo olfativo: aunque no podemos describirlo, todos sabemos qué es el «olor a limpio» y en qué forma es diferente del «olor a guardado» que tampoco podemos describir. Los olores del cloro, del jabón haciendo espuma, del limpiapisos, del ácido muriático para el baño, del encerado para muebles de madera, son aromas que podemos recordar fácilmente, que tenemos incrustados en alguna parte del cerebro. Estos olores son volátiles en el ambiente, duran apenas unos minutos, pero persisten en la memoria, se quedan en los recuerdos junto al olor de las rosas y del perfume que usa la persona que nos gusta, nos habla de un ambiente que, por considerarlo higiénico, consideramos agradable.

Por supuesto, no romantizamos el trabajo doméstico, atender los quehaceres de una casa es agotador, y quien diga lo contrario miente. Se vuelve desgastante y, en muchos casos, no parece tener recompensa. (Por supuesto, muchas amas de casa siguen enfrentándose al estigma de que su labor en el hogar se descalifique, a pesar de que sí es un trabajo). Pero seguimos haciéndolo porque tenemos que hacerlo y, más aún, porque tiene consigo la satisfacción inmediata del trabajo bien hecho, de la labor cumplida. Con el cloro y la escoba en la mano, con el olor del jabón para platos y el cabello revuelto por el cansancio, uno echa la mirada en torno y observa los pisos brillantes, los cristales transparentes, los muebles desempolvados, las plantas verdes, los platos en el escurridos, la ropa en el tendedero; y sabe que lo ha hecho bien, sabe que ha sido un día agotador pero un buen día.

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