domingo, 27 de noviembre de 2022

La llave gotea.


Anoche eran casi la una de la mañana cuando por fin pude lavarme las manos e irme a la cama, la espalda me estaba matando —después de mucho tiempo me decidí a volver a salir a correr en la mañana—. Acostado bocarriba cerré los ojos y suspiré. Hora de dormir. Entonces, desde el otro lado de la puerta, a través de las paredes y vibrando como un perro chihuahua, me llegó el sonido inconfundible de una gota de agua cayendo en el fregadero. Traté, por supuesto, de no hacer caso y descansar, pero entonces cayó una segunda gota. Y luego una tercera.   Y me dieron las tres de la mañana tratando de reparar la llave de agua que no cerraba bien.

El eco solitario de una gota que cae tiene algo de ominoso, una  especie de resonancia sobrenatural, similar al crujido de las puertas cuando se cierran lentamente.

Se trata de un estallido breve, se va tan pronto como ha llegado, se extingue entre las paredes de la casa; pero tiene el poder de captar la atención de cualquiera. Escuchar que algo gotea nos obliga a girar la cabeza, a bajar la voz, a escrutar los rincones de una habitación. Es similar a escuchar el grito de «¡fuego!» o el eco de un golpe estrepitoso. Pero la caída de una gota no es el choque de dos automóviles ni el incendio de una casa. Es sólo la caída de una gota. En algunas contadas ocasiones es, por supuesto, el presagio de una tubería que está apunto de romperse, de una cañería tapada o incluso es indicador de que el bidón de gasolina tiene una fuga; pero casi siempre es señal de que alguien no aseguró bien la llave cuando acabó de lavar los platos o se enjuagó las manos.

〈Para reparar mi lavaplatos, tuve que cerrar primero la llave de paso, vaciar la alacena y luego meterme de cabeza para poder examinar las mangueras y estado de la instalación, luego procedí a revisar los arbolitos (o vástagos) de la mezcladora y corroborar que uno de ellos, el azul, del agua fría; se había desgastado mucho; entonces di vueltas por la caja de herramientas buscando nuevos empaques para cambiar los inservibles, porque estaba seguro de tener alguno entre el montón de basura que guardo en la caja; me tomó al menos otros cuarenta minutos encontrarlos y cambiarlos; volví a poner el vástago en su lugar y a ajustar todo, en el ínter escurrió agua por la tubería y me empapé, así que después tuve que secar mi ropa y la alacena, antes de volver a la cama〉.

Ahora bien, las llaves de agua se desgastan con el uso —especialmente con el mal uso— y su cierre pierde hermetismo paulatinamente; es sólo cuestión de tiempo antes de que una de éstas deje de sellar como es debido y, una por una, pequeñas gotas de agua se derramen. De gota en gota es posible secar un océano, de gota en gota se puede vaciar una cisterna. Y de gota en gota uno puede perder la razón.

Durante la noche, cuando la máquina del mundo ralentiza su marcha y nuestros oídos se hacen agudos, el eco de una gota que golpea en el fregadero (o lavaplatos, como dicen en otras latitudes), ese sonido que combina la agudeza del agua que se mueve con la sonoridad del metal al ser golpeado, que llamamos un «ruido sordo», tiene el poder de atravesar las paredes, de meterse por debajo de las puertas.

Y tiene el poder de asustar el sueño de cualquiera. No es el sonido, sino la regularidad del golpeteo, cae una gota y después cae otra y luego otra. A veces basta con levantarse y ajustar la llave para que deje de derramar agua, otras —como me sucedió anoche—, nos ponemos de pie y andamos el camino hasta la cocina, ajustamos la llave y verificamos durante un momento que ya no haga ruido, entonces desandamos el camino de regreso a nuestra cama, nos acostamos, suspiramos   y el goteo empieza de nuevo.

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