Pocas cosas tienen el poder de obnubilarnos de forma tan instantánea como vernos en la necesidad de hablar con un(a) cajero(a): predispone nuestro mal humor, nos pone irritables sólo pensar en que tendremos que quedarnos ahí de pie en esos laberintos con cintas.
Acaso lo que resulta más molesto es como parece que todos se tardan más en la ventanilla que nosotros, como si todos los que van antes de nosotros fueran de hecho conocidos del(la) cajero(a) y dedicaran un momento para ponerse al día: «¿cómo están tus niños?, ya deben estar bien grandes, la última vez que los vi fue en la fiesta de Pedrito, ¿no? Fue antes de que todo esto empezara. ¿Ya está está mejor tu papá?». (Mención aparte merecen las personas que se demoran en el cajero automático, casi como si en lugar de retirar dinero se pusieran a jugar al Buscaminas).
Pero el tiempo que pasamos haciendo fila se siente siempre como una porción de vida que se pierde, como la arena que fluye en un reloj de arena.
Permanecer en la cola nos obliga a divagar: prestamos atención a los rostros de las otras personas en hilera, a las paredes, a los cajeros detrás de los vidrios de seguridad y a los ejecutivos en sus escritorios (en esas extrañas oficinas sin paredes). Las sucursales bancarias casi siempre parecen muy pulcras, de pisos pulidos y muros recién pintados, ventanales transparentes y etéreos y mobiliario que parece nuevo; sin embargo, cuando lo vemos más de cerca, cuando comenzamos a divagar en la fila del banco, nos damos cuenta de que no es tan así: los pisos no están brillantes ni el mobiliario es nuevo, hay marcas de manos embarradas en los ventanales y la pintura de los muros está desgastada.
Entonces seguimos divagando: «¿apagué la cafetera antes de salir de casa?», «¿cuándo tengo que llamar a la tía Cata por su cumpleaños?».
Las filas avanzan despacio y siempre es posible ver cómo algunas personas comienzan a desesperarse, se balancean de un lado a otro alternando entre ambos pies, cruzan los brazos, giran la cabeza hacia todos lados. Muchas de estas personas disponen de una ventana de tiempo muy corta para ir al banco, después deben ir por los niños, regresar al trabajo, aprovechar el resto de la hora de comida. Otros tienen solamente una tarea que completar por el día, precisamente ir al banco; pero en ambos casos es fácil desesperarse en la espera.
No tenemos nada en contra de las filas, de la necesidad de orden para acceder a un servicio, podemos entenderlas como pequeños respiros en la vida diaria, para dejar de correr; pero a veces la espera se alarga más de la cuenta y uno siempre sale del banco sintiendo que ha perdido algo, que ha dejado adentro más que el dinero que depositó: una porción de vida.

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