Jamás he sido bueno prestando atención a lo que las personas visten, al peinado que llevan o al color de sus ojos, uñas, cabello o dientes; mucho menos en los zapatos que usan, más aún, en el estado de los mismos, pero esta lectura me obligó a dedicarle más tiempo y esfuerzo a limpiar mis zapatos; asunto que sentí como una obligación: un estudiante desempleado, un ratón de biblioteca, no tiene razones para llevar el calzado desarreglado.
Con el tiempo, sin embargo, acabé por encontrar cierto gozo en la tarea de bolear mis zapatos; los así llamados zapatos de vestir, los célebres oxford que usamos en la escuela y en las bodas, los legate que confundimos con los oxford y los brogue, los más socorridos para el día a día. Tengo sólo un par de éstos (debido a la pandemia no requiero de más, al menos de momento), tipo legate, negros, ya que mi vida diaria no requiere de las formalidades de unos oxford [y no he podido hacerme de unos marrones que me gusten del todo]; y dedico un rato del domingo a limpiarlos:
Me siento afuera y respiro profundo. Saco las agujetas, sacudo el polvo que se esconde en los recovecos, estiro su lengüeta. Los limpio con un cepillo de cerdas gruesas, lo hago despacio, rebuscando los rincones.
Después, por supuesto, aplico cera sobre ellos y la extiendo con otro cepillo más chico, en círculos pequeños, tratando de evitar los grumos, cubriendo toda la superficie, especialmente las rasgaduras y los arañazos que se forman en el sintético. Aunque sé que no debería, disfruto el olor de la cera, ese aroma artificial, químico, más cercano al cloro para limpiar los pisos y al limpiavidrios que al cuero. Ese olor, sin embargo, me remite a los viejos talleres de reparación, a los boleros en peligro de extinción que resguardan los parques de la ciudad.
Mientras la cera se seca, opaca y rasposa, es tiempo de limpiar el cepillo más pequeño con que la aplico: camino al lavadero y la enjuago con la menor cantidad posible de agua, que se escurre negra y espesa por el drenaje.
Por fin, armado con una franela y la fuerza de mis rodillas, sujeto un zapato primero y lo tallo con todas mis fuerzas para que el acabado mate de la cera se vuelva brillante: primero la puntera, el empeine y el costado interno; desde la base y hasta el borde; después el tobillo —que es de donde más suelen gastarse mis zapatos por alguna razón—. Cuando el brillo también parece uniforme dejo la pieza en el sol y procedo a repetir el proceso con el otro zapato. Vuelvo a colocarles las agujetas y vuelvo a dejarlos bajo el sol, donde el calor ayude a eliminar cualquier posible mal olor. Cuando cae la noche salgo a recogerlos, los vuelvo a poner en su lugar en mi habitación.
Aburrido como es, disfruto realizar todo este proceso porque llevar los legate descuidados habla de hombres descuidados, sí (aunque no limpio mis legate para que otros lo noten, sino para que no lo noten); pero también porque para mí es como un ritual, una preparación para el laborioso trabajo de volver a comenzar la semana, de aceptar que la mañana siguiente es nada más y nada menos que el comienzo del lunes. Me gustan hacerlo porque es una tarea simple que requiere cuidado, porque puede hacerse bien sin tapujos ni tediosas reuniones de trabajo y es satisfactoria por sí misma, porque se extingue en sí misma, no es interminable como lavar los platos o educar a los hijos.
Este momento de calculada y trabajosa soledad me relaja, me quedo junto al dintel de la entrada concentrado en una tarea tan anodina que es fácil distraerse y aún así es una actividad que requiere de mucha atención y cuidado, de observar bien los detalles, los espacios, la textura de cada zapato, su reacción a la cera y los cepillos; su desgaste que nos habla del paso de los días y los años. Vemos como la suela se hace lisa y adquiere el color del pavimento, como el tacón se achica y el forro se decolora, los ojetes se hacen más grandes, la puntera se achata o se arruga;
Pero bastan un rato en el sol y algo de cera, una cepillada fuerte y enérgica y estos zapatos quedan listos para regresar al ruedo, para seguir desempeñándose en su función, para que podamos seguir guardando en ellos nuestros pasos.


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