Cubre los libros en la repisa, las ventanas, los autos que se quedan parados luengos meses o años, los recovecos en las flores de plástico. La comida enlatada. Cubre la ropa que se apolilla y la guitarra que nunca aprendimos a tocar, los marcos de las puertas y esos lugares difíciles de limpiar en las sillas y sobre el refrigerador y la televisión. (Y hemos creado instrumentos cuya raison d'être es combatir el polvo: como los plumeros y las escobas).
Tiene un olor, una esencia que sólo puede referirse como «olor a polvo», un olor a aire inmóvil y estéril; propio de los lugares vacíos durante mucho tiempo, de los muebles que no han sido tocados (usados) durante largos periodos. De un ambiente sofocante, privado de la humedad del aire de afuera.
Se dice que vivimos en un universo polvoriento: las galaxias y las estrellas y planetas que llenan el espacio, se formaron de enormes nubes de polvo cósmico —del mismo del que estamos hechos nosotros, como señaló Carl Sagan.
Y por extensión, también nuestro planeta es polvoriento. El polvo no sólo está en el interior de nuestras casas, sino también en el exterior: en las orillas de las carreteras y las ventanas, lo vemos al erosionarse las piedras y la cumbre de las [más] altas montañas. Sobre las lápidas, en los automóviles herrumbrosos y los edificios ruinosos, en los estantes más alejados de las bibliotecas y las bodegas para el mobiliario nuevo que la tacañería del jefe se resiste a poner en uso. En las gárgolas, los atlantes y las cariátides que adornan las fachadas de nuestros edificios, y en la punta de las torres de radio, también se esconden las partículas de polvo.
〈Y más aún, dichas partículas perseveran en el tiempo, porque éstas sobreviven durante siglos o milenios antes de degradarse en otros elementos —según una de las teorías sobre el origen de este material; ramas completas de la geología se ocupan la naturaleza y ciclo de vida del polvo, demostrando que incluso algo tan prosaico y pequeño ocupa su lugar en la ciencia—〉.
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