viernes, 18 de febrero de 2022

Polvo sobre los muebles

Ningún enemigo doméstico es tan persistente como el polvo sobre los muebles. Las plagas y los visitantes indeseados son irritantes, insidiosos; pero con esfuerzo y mucho cloro es posible desterrarlos. Con el polvo no sucede eso: siempre encuentra la manera de colarse. Con las ventanas cerradas y lar cortinas corridas impedimos que entre suficiente luz del sol y que salga el olor a humedad pero no ahuyentamos las pequeñísimas motas de polvo. No importa cuántas veces sacudamos o aspiremos o si barremos el pórtico todos los días, invariablemente termina por regresar. Y, como sucede con los trastes sucios, siempre nos preguntamos de dónde sigue saliendo:

Cubre los libros en la repisa, las ventanas, los autos que se quedan parados luengos meses o años, los recovecos en las flores de plástico. La comida enlatada. Cubre la ropa que se apolilla y la guitarra que nunca aprendimos a tocar, los marcos de las puertas y esos lugares difíciles de limpiar en las sillas y sobre el refrigerador y la televisión. (Y hemos creado instrumentos cuya raison d'être es combatir el polvo: como los plumeros y las escobas).

Tiene un olor, una esencia que sólo puede referirse como «olor a polvo», un olor a aire inmóvil y estéril; propio de los lugares vacíos durante mucho tiempo, de los muebles que no han sido tocados (usados) durante largos periodos. De un ambiente sofocante, privado de la humedad del aire de afuera.

Se dice que vivimos en un universo polvoriento: las galaxias y las estrellas y planetas que llenan el espacio, se formaron de enormes nubes de polvo cósmico —del mismo del que estamos hechos nosotros, como señaló Carl Sagan.

Y por extensión, también nuestro planeta es polvoriento. El polvo no sólo está en el interior de nuestras casas, sino también en el exterior: en las orillas de las carreteras y las ventanas, lo vemos al erosionarse las piedras y la cumbre de las [más] altas montañas. Sobre las lápidas, en los automóviles herrumbrosos y los edificios ruinosos, en los estantes más alejados de las bibliotecas y las bodegas para el mobiliario nuevo que la tacañería del jefe se resiste a poner en uso. En las gárgolas, los atlantes y las cariátides que adornan las fachadas de nuestros edificios, y en la punta de las torres de radio, también se esconden las partículas de polvo.

Y más aún, dichas partículas perseveran en el tiempo, porque éstas sobreviven durante siglos o milenios antes de degradarse en otros elementos —según una de las teorías sobre el origen de este material; ramas completas de la geología se ocupan la naturaleza y ciclo de vida del polvo, demostrando que incluso algo tan prosaico y pequeño ocupa su lugar en la ciencia—.

Hagamos ahora un ejercicio de imaginación: mire usted el polvo que cubre el borde de su televisión, ese recodo que siempre olvidamos limpiar, ¿cuánto tiempo ha estado ese polvo ahí?, ¿dónde estaba antes de que el aire lo trajera hasta este punto? Más aún, ¿es este el mismo polvo que cubrió las murallas de Babilonia?, ¿se lavó Jesús este polvo de las manos?, ¿se manchó este polvo con la sangre de los vencidos cuando cayó Tenochtitlán o cubrió este polvo las puertas de cobre verde de Bethmoora? ¿Limpió Beethoven estas mismas partículas de su piano cuando se decidió a no dejar que la sordera lo venciera? ¿Desde donde ha viajado una sola mota de polvo en el aire cambiante de nuestro mundo?, ¿desde Nubia o Ghana?, ¿desde las espesas selvas de Borneo o las resecas tierras del Desierto de Gobi? Este polvo cubre mis libros, ¿cubrirá después los de mis nietos?

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