domingo, 28 de agosto de 2022

La marcha del reloj.

Hay ciertos sonidos que son persistentes. El rumor de los automóviles pasando por la ciudad, el susurro del viento en una ventana escondida, las ramas de los árboles al mecerse. El eco de los ladridos. Todos estos ruidos están siempre presentes, aunque no les prestemos atención. Sin embargo, de entre tantos, el que pasa más desapercibido en la vida diaria es el tic–tac del reloj.

Y se ha escrito acerca de cómo el cerebro prefiere obviar todos estos ruidos por ser continuos y poco significativos; dejando espacio para otros más relevantes: el timbre del teléfono, la música, el grito de «¡fuego!»〉.

Hablamos, por supuesto, de los relojes analógicos, los de manecillas y pequeños engranajes que danzan al mismo ritmo. Los hay de pulsera, también de bolsillo —como el que llevo conmigo en las ocasiones especiales— y en las casas también adornan las paredes.

Y si bien, en la actualidad son escasos porque todos los aparatos electrónicos que utilizamos marcan la hora (celulares, computadoras, televisiones, refrigeradores) y por el apogeo de los relojes digitales, sigue resultando extraño [por costumbre o nostalgia] que una casa o la terraza de un restaurante no se adornen con relojes de manecillas. Desde el clásico estilo estación Kensington y los relojes de ébano y sus emulaciones; pasando por otros más austeros y minimalistas, hasta esos simpáticos cucús de los libros para niños y llegando a esos relojes de moda imposibles de leer; seguimos apreciando la presencia de un reloj de pared al entrar en un hogar. ¿Dónde más ensayaríamos la lectura de los números romanos? (Y he aquí un detalle interesante: en los relojes no se escribe el cuatro romano como IV, sino como IIII, porque sí).

Mientras trabajamos, cuando vemos la televisión o estamos inmersos en nuestros pendientes, su tic–tac se escabulle entre el ruido de la cotidianeidad; es superado por las voces, los pasos, los autos, el eco de los ladridos, el ruido blanco de la televisión, los anuncios en los vídeos de YouTube; incluso el propio sonido de la respiración.

A veces, sin embargo, ocurre el pequeño prodigio del silencio incluso en pleno día: las voces y los pasos se acallan y entonces escuchamos ruidos más lejanos, más suaves: la conversación de los vecinos, el ronroneo de los gatos, la basura que el viento arrastra por las calles. Y la máquina de los relojes.

Su marcha recuerda a los latidos de un corazón, su ritmo acompasado, regular,   cíclico. (Sístole, diástole). Su eco ahogado, discreto. Hay cierta intimidad en este sonido, porque requiere que todo lo demás guarde silencio y nos obliga a prestar atención.

También se manifiesta en las madrugadas, durante el conticinio, cuando la ciudad duerme y las ventanas resplandecen —de lo que ya hemos hablado—. Durante las horas tardías nuestros oídos se agudizan, el sonido se amplifica, se hace más duradero y el tic–tac del reloj se revela más parecido a un martilleo que a un latido. Cualquier persona con insomnio se quejará de la marcha del reloj y de cómo hace la forzada vigilia más pesada.

〈Imagen robada descaradamente del catálogo de Ikea〉.

Pero en ambos casos, el caminar de las manecillas, el sonido de la máquina funcionando, la marcha del reloj nos habla también del inexorable paso del tiempo. De los días que se suceden, del alba y del ocaso; de las flores que crecen y se marchitan, de los niños que alcanzan la mayoría de edad y las hojas de los libros que se avejentan. De la llegada del solsticio y la temporada de lluvias. El vino añejándose y las manzanas madurando en el árbol.

Y el reloj nos recuerda que todo esto sucede, que sigue sucediendo, no sólo cuando nos giramos a consultarlo, sino también cuando lo escuchamos caminar. Nos lo recuerda a cada segundo.

Tic–tac, tic–tac. Tic–tac.

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