sábado, 4 de junio de 2022

Silencio en la biblioteca.

Como todos los hombres de la Biblioteca,
he viajado en mi juventud;
he peregrinado en busca de un libro.
—J. Luis Borges, «La Biblioteca de Babel».

§

Hace algunos años estalló el debate entorno a la importancia y persistencia de los libros impresos, superados en compra y consumo por los textos digitales, la industria editorial, otrora fundamental, se veía sacudida hasta sus cimientos por los formatos PDF. Se dijo, y sin muchos reparos, que el libro impreso, el que todos conocemos, el de toda la vida, el que se puede fotocopiar, enfrentaba la extinción; y con él los artilugios y complementos que habíamos creado para éste; vi.: separadores, fundas, escritorios, repisas, librerías y, claro está, las bibliotecas. (Cf. «Los libros en la repisa»).

De todas, la única profecía que, de hecho, parece estarse cumpliendo, es la que concierne a las bibliotecas: no sólo los volúmenes impresos no se están extinguiendo sino que tampoco la industria editorial. ¡Y un separador magnético cuesta lo mismo que una cajetilla de cigarros, caray! Una repisa cargada y resistente sigue siendo símbolo de destreza. Un librero elegante en la sala de una casa sigue siendo símbolo de bonanza, igual que los tomos en buen estado aunque no estén cubiertos en plástico o puestos en fundas.   Pero los espacios para el préstamo de libros, los espacios públicos designados para el estudio, la meditación y el disfrute de la lectura sí que enfrentan el desdén de la gente (y, de hecho, lo han venido haciendo desde hace ya algún tiempo). Sin embargo, no me aventuraría a decir que enfrentan la extinción —ya explicaré por qué.

Suele pensarse que las bibliotecas son espacios limitados: consagrados a la lectura, a la adquisición, resguardo, exhibición y consulta (y a veces préstamo) de textos de todo tipo. 'Biblion', como todos sabemos, es la palabra griega para 'libro', mientras que 'thêke' significa armario; así pues, biblioteca es el lugar en el que se guardan libros. Suele pensarse que son pocas las actividades que un visitante puede hacer en uno de estos recintos: estudiar, leer, dormir; los más osados dirán que tener relaciones sexuales en el pasillo del fondo, donde están las tesis doctorales.

En el silencio, siempre esencial para el buen nombre de cualquier edificio consagrado a la lectura, flota un aire de fecundidad intelectual, casi como si las palabras y las ideas de los grandes escritores estuviesen suspendidas en el aire, a la espera de alguien las atrape con una red para mariposas.

Mientras se recorren y se revisan los estantes llenos de historias es difícil no estar a la espera de descubrir un pequeño tesoro en las páginas de un libro: la idea que cambie nuestras vidas, una carta de amor largamente olvidada en un poemario de Baudelaire, un par de billetes que algún despistado olvidó entre las páginas de Lev Tolstoi; gotas de sangre en un párrafo de Horace Walpole o una medalla de oro robada a la hija del rey del país de los elfos en una antología de Lord Dunsany. El Necronomicón. (Una edición prolijamente ilustrada del Kama Sutra). Tal vez encontremos entre los estantes cubierto de polvo algún raro y viejo volumen de saberes olvidados, como la Segunda Poética de Aristóteles, tanto tiempo perdida.

Los más secretos y añejos saberes del pasado tal vez se esconden en los pasillos de todas las bibliotecas, como sugiere Borges en «La Biblioteca de Babel». En su silencio poblado de palabras. En las graves imágenes de Don Quijote que habitan todas las bibliotecas del habla hispana, entre los tomos de la clásica Encyclopædia Britannica o las vastas colecciones de Julio Verne.

Pero es que las bibliotecas tienen aún una función más: la de ser refugios del mundo moderno: lejos del wi–fi, de las pandemias y los servicios de cable y de streaming, lejos de Siri, de Alexa, de Cortana, del Asistente de Google, de los refrigeradores inteligentes y de los relojes de manecillas que necesitan conectarse a internet; están las bibliotecas con su silencio y su olor a vainilla;

Y uno puede entrar y mirarse pequeño entre los enormes estantes llenos de volúmenes, acomodarse en un sillón con algún tomo al azar en las manos para disimular, y cerrar los ojos y disfrutar del eco de los pasos, del templo al esparcimiento y el descanso que son realmente las bibliotecas. Nadie va a interrumpir nuestro sosiego ni a gritar y podemos tomarnos un momento para tomar fuerzas antes de regresar al tan agotador tren del mundo. Nadie va a juzgarnos mal por pasar un rato en una biblioteca ni ha de molestarse con nosotros si le colgamos porque estamos dentro de ésta. Ahí radica la importancia moderna de estos edificios y la razón por la que no están en riesgo de desaparecer, porque uno puede suspirar, descansar y nadar entre sus letras, con los poemas de Pessoa y de Petrarca, con las máximas de Epicteto y de Lichtenberg, entre la prosa de Bécquer y de Virginia Woolf;   con su paz y su silencio.

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