sábado, 21 de mayo de 2022

Las bancas de un parque.

El espacio público tiene la peculiaridad de que muchas personas hacen uso de él indiscriminadamente. Piénsese en la red de transporte: un mismo asiento es ocupado por una multitud de personas en el espacio de un día; de la misma forma que un cajero automático, el dintel de una oficina del gobierno o la sala de espera de un hospital.

Sin embargo, mención aparte merecen las bancas de un parque —porque de las camas de los moteles no vamos a hablar—: casi siempre son metálicas o de concreto, pensadas para soportar con diligencia el sol abrazador y las tormentas, el uso constante y el mal uso asiduo. Se adornan con arabescos coloniales, moderno minimalismo o la simple y llana forma de silla. Tienen la particularidad de ser muy anchas para que dos personas la ocupen en su totalidad, pero estrechas para ser usadas por tres o más; y aun así a menudo basta una sola persona para que parezca que toda la banca está ocupada,   porque ciertamente no vamos a interrumpir el descanso de una persona solitaria que se sienta en un parque a sentir el aire fresco sentándonos a su lado; casi como una convención social, respetamos no sólo el espacio que ocupa su cuerpo sino también el espacio que requiere su mente ajetreada o su soledad señorial.

〈Por supuesto, estas bancas sirven idealmente para que podamos sentarnos a apreciar la belleza del mundo que nos circunda: la majestuosidad de los árboles y de las aves que hacen sus nidos en ellos, los colores del cielo y el camino de las nubes a través de la bóveda celeste; la imponente imagen de los edificios que constituyen la ciudad〉.

Por supuesto, la mayoría de nosotros no se detiene en uno de estos asientos durante largos periodos. Unos minutos nos bastan para descansar o para refrescarnos a la sombra de los árboles, para cavilar sobre nuestros asuntos o comer apresurados antes de regresar al pequeño cubículo en el que trabajamos. Y después de nosotros llegará alguien más a ocupar el espacio y aquí es donde ocurre el pequeño prodigio cotidiano del territorio público: no sabemos por qué tribulaciones atraviesa el siguiente en sentarse.

Más de uno(a) habrá que decida tomar una banca del parque porque experimenta mareos o la agobiante sensación de desmayo, a respirar profundo o apretar los ojos mientras su cuerpo se repone o espera la llegada de alguien que pueda apoyarlo(a). (Los desempleados buscando donde sentarse después de repartir solicitudes y entregar sus hojas de vida por toda la ciudad). Claro, algunos se sientan a llorar cuando les han roto el corazón, tratando de no llamar la atención demasiado. Las parejas de ancianos se sientan en el parque a recibir el sol de la mañana y a recordar los Santos Días Idos, mientras que los novios adolescentes se acomodan para hablar de las tareas, de la clase de historia y de si dar el próximo paso, tal vez se juren amor eterno teniendo como única testigo a la banca en que están sentados. Otros tantos ven a sus hijos juguetear por el parque desde el asiento, celosos de ya no tener su vitalidad y sus ánimos de corretear por ahí. Y, por supuesto, muchas personas han sido abordadas por asaltantes mientras se recreaban o leían en una de estas bancas.

¿De cuántas historias es testigo una banca en un solo día? Por la mañana serán ocupadas por los amantes que se reúnen en la clandestinidad, por los adolescentes que se saltan las clases para hacer nada, por los viejos que buscan la reconfortante luz del sol. Por las tardes llegarán los novios y los godínez. Por las noches, los borrachos, los excitados y las personas sin hogar.

Y cada uno de ellos tendrá su propia historia que contar, sus dolores y alegrías, enfermedades, cansancios; tal vez estén viviendo el momento más difícil de sus vidas o el mejor. Pero todos han coincidido en la pequeña y desvencijada banca de un parque público para recobrar fuerzas antes de seguir encarando a la vida.

Y a veces incluso la vida misma ocurre en estos pequeños espacios, que damos por sentados en cualquier ciudad que se precie de serlo.

§

En alguna ocasión me senté en un parquecito una mañana después de no haber dormido toda la noche por una terminar una entrega para la universidad, estaba agotado y sin querer me quedé dormido. Un hombre, cubierto de tatuajes y piercings y con el cabello enmarañado, se me acercó y me despertó suavemente;

—No se confíe, joven —me dijo y se sentó junto a mí—. Este parque no es tan tranquilo.

Aún estaba aturdido, pero le di las gracias y le ofrecí un cigarro. Me habló de su vida, de sus dificultades con las adicciones y de cómo quería curarse y mejorar para darle a su hija recién nacida mejores oportunidades. Me contó cómo su esposa lo dejó todo [por seguirlo] y que él quería corresponderle y ser el hombre que ella merecía. Al final de la plática me regaló un rústico anillo de madera. Nos despedimos deseándonos la bendición de Dios y se alejó por una calle adyacente. Me quedé sentado en la banca, viendo cómo los rayos del sol se colaban entre las ramas de los árboles. ¡Las cosas que ocurren en la banca de un parque!

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