sábado, 8 de enero de 2022

Sangre citadina.

Las calles de una ciudad son como venas. Permiten la circulación del flujo de personas que diariamente se mueven en todas direcciones y sentidos: glóbulos rojos que transitan de un lado a otro por un cuerpo humano. Que lo mantienen vivo. Que mantienen funcionando a un organismo como a una ciudad: las fábricas y los restaurantes como pulmones e intestinos; las escuelas y las construcciones como cerebro y huesos.

Las carreteras, las banquetas y los parques, los senderos y los callejones sin salida; las rutas y los caminos determinados, los lugares comunes; son los escenarios en los que transcurre la mayoría de nuestras vidas, bajo la luz artificial de las luminarias, de los autos y de las terrazas de los bares:

En auto o camión, en bicicleta, a pie y en moto. Solos o acompañados. Una parte sustancial de nuestra cotidianeidad transcurre en las calles. En los paseos de la mano, los vagabundeos por las zonas comerciales, los estudiantes que pasan tres horas todos los días en el transporte público y los godínez que manejan veinte minutos para dejar su auto (bajo el sol) en el estacionamiento del trabajo. Los niños que regresan a casa por las tardes y los viandantes que recorren la ciudad sin pretender llegar a ninguna parte (sobre esto ya hemos hablado, cf. la palabra «vagabundo(a)»).

Roma, Nueva York —arquetipo de la gran urbe y el art decó—, Londres, París, Tokio —arquetipo de la gran urbe y las luces de neón—, São Paulo, Pekín, Johannesburgo, Hong Kong, Barcelona, la Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago de Chile,   La Habana, Sídney, Vancouver, Praga. Lugares todos que podemos intuir incluso si nunca hemos estado ahí, porque, la verdad, todas las ciudades tienen más cosas en común que diferencias〉.

Las calles determinan la esencia misma de cada ciudad. Son rectas y cuadriculadas o curvas y sinuosas, a veces incluso circulares. Son estrechas y difíciles de recorrer o amplias e iluminadas. Conducen a parques y árboles añosos, a centros de trabajo o a enormes y estériles planchas de estacionamiento; a los cines y los cafés, los restaurantes, los teatros y los museos, los bares, los antros, el consultorio del dentista y las áreas de emergencia de los hospitales. A veces el camino es fácil de memorizar, otras requiere de atención especial, de cierta maña para conocer la ciudad y sus rincones;

Pero casi siempre las calles encarnan ciudades enfermas: sangre llena de coágulos. Por acá y por allá hay embotellamientos y accidentes, hay semáforos que no se sincronizan bien y banquetas demasiado pequeñas para las proporciones humanas y flores que se marchitan. Y es que hace mucho que dejamos de construir ciudades para las personas, lo hacemos para los autos y las camionetas —porque ni siquiera para las personas que las conducen— y como consecuencia nuestro cielo se ha vuelto marrón.

Y sin embargo, las ciudades son nuestro hábitat natural, el nicho y el nido sobre el que fundamentamos nuestro mundo. Merecen su dignidad. Merecen ser para las personas, para los viandantes y los niños pequeños lo mismo que para los adultos, los ancianos y las aves.

Es difícil acostumbrarse al ambiente citadino, pero una vez que se hace, se vuelve más difícil desacostumbrarse. Para nosotros, los que siempre hemos habitado la ciudad, a veces parece que al hacernos un corte en la piel sangraremos luz roja de semáforo, concreto y cristal. Porque sí, por muy pequeña que sea una urbe, uno llega a sentir que le pertenece a ésta y que tiene que cuidarla y protegerla, que tiene sangre citadina.

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