〈Roma, Nueva York —arquetipo de la gran urbe y el art decó—, Londres, París, Tokio —arquetipo de la gran urbe y las luces de neón—, São Paulo, Pekín, Johannesburgo, Hong Kong, Barcelona, la Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago de Chile, La Habana, Sídney, Vancouver, Praga. Lugares todos que podemos intuir incluso si nunca hemos estado ahí, porque, la verdad, todas las ciudades tienen más cosas en común que diferencias〉.
Las calles determinan la esencia misma de cada ciudad. Son rectas y cuadriculadas o curvas y sinuosas, a veces incluso circulares. Son estrechas y difíciles de recorrer o amplias e iluminadas. Conducen a parques y árboles añosos, a centros de trabajo o a enormes y estériles planchas de estacionamiento; a los cines y los cafés, los restaurantes, los teatros y los museos, los bares, los antros, el consultorio del dentista y las áreas de emergencia de los hospitales. A veces el camino es fácil de memorizar, otras requiere de atención especial, de cierta maña para conocer la ciudad y sus rincones;
Pero casi siempre las calles encarnan ciudades enfermas: sangre llena de coágulos. Por acá y por allá hay embotellamientos y accidentes, hay semáforos que no se sincronizan bien y banquetas demasiado pequeñas para las proporciones humanas y flores que se marchitan. Y es que hace mucho que dejamos de construir ciudades para las personas, lo hacemos para los autos y las camionetas —porque ni siquiera para las personas que las conducen— y como consecuencia nuestro cielo se ha vuelto marrón.
Es difícil acostumbrarse al ambiente citadino, pero una vez que se hace, se vuelve más difícil desacostumbrarse. Para nosotros, los que siempre hemos habitado la ciudad, a veces parece que al hacernos un corte en la piel sangraremos luz roja de semáforo, concreto y cristal. Porque sí, por muy pequeña que sea una urbe, uno llega a sentir que le pertenece a ésta y que tiene que cuidarla y protegerla, que tiene sangre citadina.
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