El célebre filósofo británico Bertrand Russell, recordado especialmente por sus aportes en cuestiones lógicas («El rey de Francia es calvo»), fue también un ensayista muy interesante, que se ocupó de algunas cuestiones que siempre son relevantes. Su libro La conquista de la felicidad es un clásico sobre la condición humana y la búsqueda de bienestar. Se trata de un texto breve y conciso, que analiza las directrices del sentido común para llevar una vida satisfactoria, pero también es una reflexión muy profunda de algunas causas de la desdicha, a través de montones de ejemplos.
Escoger un fragmento de este libro para compartir es difícil, hay mucho de donde escoger. Sin embargo, creo que cualquiera encontraría interesantes y reflexivas las siguientes palabras a propósito de cómo no conquistar la felicidad:
«El lunático que se cree rey puede ser feliz en cierto sentido, pero ninguna persona cuerda envidiaría esta clase de felicidad. Alejandro Magno pertenecía al mismo tipo psicológico que el lunático, pero poseía el talento necesario para hacer realidad el sueño del lunático. Sin embargo, no pudo hacer realidad su propio sueño, que se iba haciendo más grande a medida que crecían sus logros. Cuando quedó claro que era el mayor conquistador que había conocido la historia, decidió que era un dios. ¿Fue un hombre feliz? Sus borracheras, sus ataques de furia, su indiferencia hacia las mujeres y sus pretensiones de divinidad dan a entender que no lo fue. No existe ninguna satisfacción definitiva en el cultivo de un único elemento de la naturaleza humana a expensas de todos los demás, ni en considerar el mundo entero como pura materia prima para la magnificencia del propio ego. Por lo general, el megalómano, tanto si está loco como si pasa por cuerdo, es el resultado de alguna humillación excesiva. Napoleón lo pasó mal en la escuela porque se sentía inferior a sus compañeros, que eran ricos aristócratas, mientras que él era un chico pobre con beca. Cuando permitió el regreso de los emigres tuvo la satisfacción de ver a sus antiguos compañeros de escuela inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Sin embargo, esto le hizo desear obtener una satisfacción similar a expensas del zar, y acabó llevándole a Santa Elena. Dado que ningún hombre puede ser omnipotente, una vida enteramente dominada por el ansia de poder tiene que toparse tarde o temprano con obstáculos imposibles de superar.
»[...]
»Existe, no obstante, una complicación adicional, muy frecuente en estos tiempos. Un hombre puede sentirse tan completamente frustrado que no busca ningún tipo de satisfacción, solo distracción y olvido. Se convierte entonces en un devoto del «placer». Es decir, pretende hacer soportable la vida volviéndose menos vivo. La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es puramente negativa, un cese momentáneo de la infelicidad. El narcisista y el megalómano creen que la felicidad es posible, aunque pueden adoptar medios erróneos para conseguirla; pero el hombre que busca la intoxicación, en la forma que sea, ha renunciado a toda esperanza, exceptuando la del olvido. En este caso, lo primero que hay que hacer es convencerle de que la felicidad es deseable. Las personas que son desdichadas, como las que duermen mal, siempre se enorgullecen de ello».
La naturaleza del poder, y el culto a los vicios que suele acompañarlo, es un tema espinoso, especialmente en nuestros tiempos, pero es por eso que debemos ponerlo en el centro de la discusión. ¿El poder da felicidad?, Bertrand Russell dice que no y, siendo francos, todo parece sugerir que tiene razón.
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BERTRAND RUSSELL. (2003 [1930]). La conquista de la felicidad. pp. 17–18. España: Debolsillo.

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