lunes, 22 de septiembre de 2025

Pensamientos de carretera.

Viajar en auto es una experiencia distinta para cada persona; para el conductor, o cualquier persona acostumbrada a manejar, un viaje largo es una prueba de resistencia, que exige estar alerta en todo momento y mantenerse concentrado en el estado del pavimento, los señalamientos, la cercanía de otros autos o el nivel del tanque de gasolina.

Para la mayoría de los pasajeros, especialmente los más pequeños, es tan sólo una experiencia tediosa, un trámite necesario para ir del punto A al punto B que exige demasiada quietud y afecta la circulación de las piernas. Viajar les parece aburrido, porque durante las horas que dura el trayecto el mundo parece reducirse al claustrofóbico espacio que es el interior de un automóvil y los baños de las gasolineras.

Otros tantos consideran las horas de viaje como horas de sueño, y aunque siempre será recomendable mantenerse despierto en un viaje largo, lo cierto es que muchas veces tampoco es tan sencillo: la falta de movimiento corporal, el calor y el sólo hecho de permanecer sentado demasiado tiempo pesan en los párpados con singular dureza; se parece mucho a soportar mucho peso sobre los hombros y la nuca, por momentos el esqueleto se descoyunta y uno sacude la cabeza agitado, con la misma sensación de desasosiego que produce despertar de golpe para descubrir al maestro de matemáticas pidiéndote que pases al frente a resolver una inecuación.

Y, para el resto, un recorrido largo por carretera es una oportunidad para sentarse a ver el mundo en movimiento. Hay algo de hipnótico en ver cómo, aparentemente, todo se mueve alrededor, gira y cambia, mientras lo observamos sentados; por supuesto, es una ilusión, porque somos nosotros quienes se mueven, por más que veamos los edificios y los árboles desplazarse a ambos lados de la calle, como explican siempre los maestros de física al hablar sobre marcos de referencia.

En lo que a mí respecta, mantenerme despierto durante un viaje de más de veinte minutos me requiere cantidades ridículas de energía y un esfuerzo constante, la vibración del motor, la sensación suave de desplazamiento y el calor que suele asentarse adentro de los automóviles como aire ponzoñoso son terreno fértil para que mi cuerpo se relaje y duerma. Detesto que eso me pase, porque siempre despierto desorientado, incómodo y con las piernas medio tiesas, sensaciones que asocio con cabecear en la iglesia, la última clase de la jornada o hacer fila en el banco.

Pero, además, no me gusta dormir durante el trayecto porque disfruto mucho de ver el mundo moverse alrededor. Los viajes largos, los que exigen salir de la ciudad y atravesar valles y bosques y desiertos, siempre me han parecido un poco como pequeñas aventuras, porque exigen preparación e itacate, por más prosaicos que sean. Pero también porque permiten contemplar el paisaje:

«¿Cuánta gente ha pasado por este mismo cruce de caminos y contemplado la cima de aquel macizo, con sus árboles de un montón de tonos de verde y se sintió pequeña ante la naturaleza?», me pregunto mientras miro los cerros a la distancia como gigantescas tortugas.

También hay grandes montañas por aquí y por allá, tan lejanas que se ven azules desde la carretera y cuando las veo sé que son antiguas, anteriores a las profecías y los himnos nacionales. «Debe haber presenciado muchas cosas, ¿qué diría si pudiera hablar?», pienso cuando veo la sierra a través de la ventana.

Sin importar qué tan lejana esté la ciudad, qué tan tarde sea o si es temporada baja, hay otros autos viajando por la misma ruta, otras personas —ocupadas en sus propios asuntos y con sus vidas— también recorren la autopista y también han visto aquella cima y más de uno tuvo que pensar que era hermosa. «¿Se podrá llegar hasta allá arriba?», es el siguiente pensamiento que me viene a la mente, «¿cómo?, seguramente hay una estrecha vereda por alguna de las laderas y los pastores y los errantes durante generaciones han subido hasta la punta de la montaña, donde la tierra y el cielo se tocan y el aire es irrespirable; y al llegar hasta arriba se sienten como los reyes del mundo, mirándolo todo una altura de miras privilegiada».

Otro pensamiento que suelo tener en los viajes es que no importa que un lugar sea nuevo para mí, muchas otras personas lo han conocido antes de que yo siquiera tuviera conciencia de mí mismo, y lo mismo sucede con los caminos que nos guían: «en algún lugar, alguien cuenta la historia de cómo una de sus llantas reventó mientras viajaba por trabajo en esta carretera», me digo viendo los señalamientos de «no rebase en línea continua» que los conductores suelen ignorar. Cada tanto aparecen también pequeños altares y, estoy seguro, a todos nos asalta el mismo pensamiento de «en este cruce ha muerto alguien», y también: «si no tenemos cuidado, nosotros podríamos ser los siguientes».

Sufrir percances en la carretera es estadísticamente inevitable, los automóviles son máquinas delicadas y siempre es necesario tomar precauciones. Pero uno no puede permitir que las preocupaciones y las ansiedades de sufrir una avería o incluso un accidente le arrebaten lo bello al paisaje, lo hipnótico de ver la carretera extenderse como el camino amarillo hacia la Ciudad Esmeralda, «supongo que en la vida pasa lo mismo», pienso, «no podemos dejar que el miedo nos paralice y nos impida vivir».

Cada tanto aparecen por aquí y por allá, lejos, en la distancia, como pinceladas solitarias, casitas perdidas en medio del campo (casi siempre proverbialmente pequeñas) y, por supuesto, divago acerca de lo solitario que podría ser vivir en campo abierto, apenas con la compañía de los rebaños, de los fantasmas del páramo y el susurro del viento. Sé que muchos lo considerarían un sueño hecho realidad, una soledad majestuosa, señorial, digna de respeto; y otros acabarían por perder la razón ante semejante escenario. Honestamente, no sé cuál de los dos soy yo.

Ideas similares me vienen cuando veo las fondas y los restaurantes a un lado del camino, las gasolineras que aparecen súbitamente entre los árboles, bien lejos del siguiente pueblo; y pienso en que hay algo poético en los trabajadores de aquellos lugares que ven los autos ir y venir, ven el avance las nubes sobre los bosques y la lluvia que empapa el pavimento;

Pero el trance se ve interrumpido por la cadena de pensamientos mundanos que me caen encima como un torrente y también me vienen a la mente todas las cosas que tengo pendientes en casa y que me esperan cuando el viaje por carretera termine, pienso que ya se acerca la hora de comer y que he tomado demasiada agua durante el trayecto y que «de verdad necesito orinar».

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