miércoles, 15 de enero de 2025

Apuntes sobre Wong Kar–Wai.


Wong Kar–Wai es un director de cine chino–hongkonés, nacido en 1958, considerado por muchos como uno de los mejores en su ramo y cuyos filmes han sido referenciados innumerables veces en películas, cómics y hasta memes. Con todo, no es muy reconocido de nuestro lado del mundo; en esta entrada queremos, modestamente, contribuir a cambiar eso:

Se suele decir que los artistas abordan temas de los que se ocupan obsesivamente, así, v. gr., Borges pobló de espejos y laberintos sus cuentos y poemas, Francisco de Goya retrató lo sobrenatural y los horrores de la guerra; Bouguereau, la mitología y el cuerpo femenino idealizado. Para cada uno de ellos estos temas eran fundamentales y les intrigaban personalmente y como consecuencia lógica, dedicaron su arte a explorarlos;

Si hubiera que enumerar las obsesiones de este cineasta, creo que podría reducirlas a una sola: el miedo a la soledad. En sus películas, unas 10, nos encontramos con personajes que lidian, incluso si no quieren darse cuenta, con la alienación y el aislamiento tan propios de nuestro mundo moderno, en el que es posible sentirse solo incluso estando rodeado de gente. La más celebrada de sus obras es, probablemente, Chungking express (1994), la más referenciada, In the mood for love (2000); la más apreciada por los cinéfilos mamadores, Fallen angels (1995), la más emotiva, Happy together (1997). Suele repetir actores, Maggie Cheung (su musa), Tony Leung, Takeshi Kaneshiro o Leslie Cheung (que en paz descanse). Su compañero inseparable es Christopher Doyle, un maravilloso director de fotografía. Y su filmografía puede enmarcarse en un curioso subgénero llamado lonely people in neon cities.


Todas sus historias parecen coexistir, dialogar y complementarse, invitándonos a reflexionar sobre el amor y el abandono, creando una suerte de poesía visual que no deja a nadie indiferente y que parece llevarnos de la mano a participar de un universo que es muy parecido al nuestro, pero que al mismo tiempo es único en su forma de verse:

Así, nos encontramos en un mundo que es hipnótico por su belleza de neón, sus colores vibrantes, la música nostálgica —muchas veces en español— y la pulsión de muerte que se esconde en todos los rincones. Un mundo rico en metáforas y caracterizado por la contemplación de las pequeñas cosas y el paso del tiempo: el avance inexorable del reloj, el humo del cigarro que se difumina en el aire, la luz que se cuela entre las persianas.

Y este mundo está habitado por seres solitarios, que luchan desesperadamente por encontrar su lugar en el universo, por encontrar verdadero amor o por sentirse menos abandonados, menos excluidos. Porque si algo sabe hacer este director es hablar sobre la complejidad de las relaciones humanas, la fragilidad de los vínculos que formamos con nuestras parejas, amistades o familia. La desesperación es mala consejera y puede llevarnos a tomar decisiones extrañas: por aquí vemos a un hombre juntando obsesivamente latas de piña en almíbar con la esperanza de que su exnovia lo llame antes del 1.º de abril, del otro lado, a una mujer que entra a escondidas a la casa del hombre del que está enamorada para limpiarla; un poco más allá hay dos vecinos que no se atreven a confesarse que se aman y una pareja que no se atreve a separarse porque sufrir juntos les parece mejor que sufrir separados. Hay un restaurante McDonald's en el que una mujer llora porque su exnovio no la reconoció porque ella se cambió el color del cabello.


Todo sucede de noche, en la populosa Hong Kong, entre ráfagas de balas y peleas de bar con botellazos incluidos, entre el estruendo de la ciudad que dormita o en el bullicio de la vida cotidiana. Y es 1960 o el año 2046 —tan significativo para los hongkoneses—.

No hay aquí guerras épicas ni intrincadas secuencias de acción ni comedias románticas, tampoco se pretende romantizar el dolor, tantas veces convertido en circo; nos encontramos con la violencia cruda del día a día y con seres humanos, acaso demasiado humanos, demasiado imperfectos para ser los protagonistas de una película, demasiado falibles e inseguros para ser dignos del amor incondicional al que Hollywood (y sus rostros ahogados en botox) nos tiene acostumbrados. Son, quiero decir, personas como nosotros, sorteando los retos de la vida, lidiando con sus dolores y sus alegrías, con la esperanza de un futuro mejor y de un presente pleno y satisfactorio.

En la filmografía de Wong Kar–Wai chocan lo sublime y lo ridículo: su despliegue visual es impactante, está desbordado de la belleza cotidiana, del encuadre perfecto y la fotografía precisa, en suma, de una búsqueda estética que impacta y conmueve al espectador, que lo hace preguntarse si algo así es posible en la vida real; sus historias y personajes, por otro lado, nos confrontan con nuestra humanidad, con los miedos más prosaicos y la felicidad más ordinaria.

Aquí es, creo yo, donde recae el verdadero valor de estas películas, en su belleza visual y la ambivalencia de sus personajes, que ironiza sobre el egoísmo y refleja algunos de los peores aspectos de la vida y las relaciones, obligándonos a evaluar nuestra propia forma de relacionarnos y entender a los demás.

Por supuesto, no soy el único que se profesa admiración a Wong Kar–Wai, he aquí un pequeño homenaje —quizá mejor que el que yo he escrito— en forma de video, recopilando momentos de todas sus películas:

Y es que todo lo que podría plantearse sobre este cineasta y su obra, las historias que relata y la forma tan particular en la que lo hace puede comenzar a entenderse en una pregunta: ¿Quién no quiere sentirse amado?

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