Por supuesto que hay tesis y teorías que explican estas resistencias, estas necedades paradójicas del ser humano: rehuir de aquello que sabemos que es necesario simplemente porque nos resulta superfluo o incómodo; pero de ello no nos ocuparemos aquí.
Y es que muchas veces rehuimos las cosas que implican la dolorosa conciencia de saber, de pensar, de realizar un esfuerzo extra: muchas personas prefieren no realizar cambios en su dieta porque así es más cómodo, mucha gente prefiere no consultar al médico porque considera que es mejor no saber si padece alguna enfermedad con el potencial para matarla aunque eso no tenga ningún sentido;
Con el silencio sucede algo similar: le tenemos miedo. Tememos a quedarnos callados en una conversación, a que se haga el silencio en una reunión de amigos, a que la noche nos sorprenda en calma, a que el día de descanso transcurra sin bullicio, a comer sin música e incluso a bañarnos tan sólo con el ruido del agua que corre; Dios nos libre de olvidar los audífonos durante un viaje largo o en la fila de banco o en la sala de espera de un hospital.
Llenamos nuestras vidas y nuestras cabezas: música en Spotify y en la radio, en celulares, computadoras, televisiones, bocinas bluetooth (Siri, Alexa, Cortana); películas, pódcast, series en línea. YouTube, Netflix, TikTok, Twitter. ¿Qué constituye el consumo excesivo de todos estos productos sino miedo a quedarnos en silencio?
No condenamos la existencia de ninguna de estas cosas —hay que estar muerto por dentro para criticar a la gente por escuchar música—, criticamos su uso en demasía.
Pero uno camina por las calles atiborradas de la ciudad, entre la gente y en medio del tránsito y ver el arco de un zaguán y la puerta cancel, sentir la luz del semáforo y los conductores en la esquina que se mientan la madre, la música en bucle en Spotify y las diez series de Netflix que se estrenan al mes, las «obras que han llegado a revolucionar el mundo editorial», el gentío comprando café con sobreprecio y las marchantas en los mercados, las luces de neón en los antros, la música dark techno que gusta a los goths y la programación del 91.7 de FM; cualquiera gritaría en medio del bullicio, viendo sus sentidos alterados y los oídos embotados, sordos porque escuchamos demasiado, sordos porque ya no podemos soportar el silencio y nuestra cabeza lo llena de zumbidos y ruidos lejanos.
¿Qué significa esto? Que nuestras mentes necesitan silencio. Lo necesitan porque en silencio pueden escucharse a sí mismas, más allá del ruido que produce la máquina del mundo, detrás del bullicio de las ciudades, detrás del primer movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven y de las novedades en la «fiesta latina» de Spotify; más allá del zumbido del motor de un coche, del sordo sonido que producen los refrigeradores; detrás del canto de los grillos y el rumor del agua corriente; está el silencio.En el silencio flotan nuestros pensamientos, nuestras mejores ideas y recuerdos vergonzosos, nuestras esperanzas y frustraciones. La esencia de aquello que somos —como individuos— sólo podemos encontrarla en la paz de un reciento silencioso, en la extensión ilimitada del campo sereno. No podemos comenzar a conocer a nosotros mismos si hay demasiado ruido.


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