viernes, 24 de febrero de 2023

Se me acaban las palabras.

A menudo se ha dicho que sin la aparición de las
novelas de amor la gente no habría sabido enamorarse.
—Didier Anzieu.

〈Esta es, probablemente, la entrada más personal que he escrito para este blog y, aunque estoy orgulloso del resultado, entiendo que para muchas personas podría resultar cursi o de mal gusto; sirva esto como advertencia〉.

A mí, como a todos, se me acaban las palabras. Soy malo para expresar lo que pienso o cómo me siento: se me agotan los términos y los argumentos cuando quiero decir que estoy feliz o que quisiera morirme una semana, cuando estoy inconforme o enojado, cuando me duele la cabeza o cuando me ataca la risa y me desternillo a carcajadas.

No es una metáfora, más de una vez me he encontrado intentando explicar mis razones, sólo para descubrir que de mi boca abierta no salen palabras, sino largas bocanadas de aire que hacen a todos pensar que hiperventilo. La primera vez que quise declarármele a una mujer me quedé sin aliento tanto tiempo que dos amigos tuvieron que ayudarme a levantarme.   Pude hacer una presentación de cuarenta minutos sobre la escuela de Fráncfort y la teoría crítica y de por qué Theodore Adorno no sabía nada de música ni de religiones antiguas sin apenas esfuerzo (tenía el tema perfectamente estudiado), pero me quedé mudo cuando me felicitaron por la exposición y no supe cómo aceptar el cumplido.

Las palabras se me acaban, decir «me gustas» o «gracias» se convierten en expresiones carentes de significado para mí, que no capturan la esencia de lo que quiero decir, que se agotan apenas se pronuncian en lugar de resonar con magnificencia en el corazón y la mente de quienes me escuchan. Pero si estas palabras se quedan cortas para expresarme entonces debe haber otras que no lo hagan, que sí contengan el alma de lo que quiero transmitir, es sólo que no las conozco todavía, es sólo que tengo que buscarlas.

Siempre supe que, en alguna medida, entre las palabras de los grandes, entre las novelas, los ensayos más sublimes, los cuentos, la poesía, podría encontrar mis propias palabras, podría hacerme de los discursos y los versos que me ayudaran a expresar lo que soy.

Acaso es por ello que disfruto de leer: los libros son elocuentes, cada palabra está puesta en su sitio preciso, cada oración reviste un significado —a diferencia de cada acto en la vida real—, cada figura retórica y cada motivo literario tienen historia. Leo porque las palabras hacen música, porque describen pinturas y danzas y teatros, las palabras esculpen estatuas y edificios. Y si bien el lenguaje es sólo una herramienta, como el arte o la ciencia, su amplia medida abarca —y casi monopoliza— los sentimientos y las emociones: el amor y el odio, la risa y el llanto desesperado, el agobio y la asfixia, la felicidad excesiva.

Aún no encuentro esas palabras que sean mías, no sé si algún día lo haré, pero hay mucho todavía que no he leído, muchas historia de amor, de dolor o de muerte que ignoro;

Así que sólo puedo sumergirme entre los libros y seguir buscando, perderme en la densidad de los poemarios, de las antologías de cuentos y del diccionario; algún día encontraré las palabras que capturen la esencia de lo que quiero decir, algún día sabré cómo disculparme con toda la gente que alejé de mi vida por no saber decirle que la quería; y podré hacer verdaderas declaraciones de amor y de odio. Por el momento, sigo buscando, sigo cazando fonemas y fragmentos de poemas y las máximas de los griegos y los romanos; porque al explorar los libros uno se encuentra con lugares maravillosos y viejos sabios que comparten sus consejos, porque lo necesito, porque a mí, como a todos, se me acaban las palabras.

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