Había tenido síntomas leves de gripa (la otra enfermedad quedó descartada) durante algunos días, pero nada de qué preocuparse, había optado simplemente por usar ropa más abrigadora y beber té caliente antes de acostarme. Tenía muchos pendientes que atender y poco tiempo, así que, malhumorado por la nariz tapada, decidí continuar con mi rutina;
Pero en algún momento tuve que quedarme en cama con la nariz tapada y un leve aumento en la temperatura que me gritaron que necesitaba descansar si quería reponerme pronto; el reposo, claro, es el primer paso para la recuperación de casi todas las enfermedades. Por supuesto, es mejor permanecer en cama un día y recuperarse pronto de una enfermedad, que fingir demencia y vivir dos semanas completas con la voz lastimada y sendos mocos escurriendo. En cualquier caso, no fue sino hasta que me sorprendió la tarde tirado abajo de las sábanas que me sentí de verdad enfermo, presa de la desgana y el agotamiento y no sólo del dolor al tragar y los 38º C de temperatura.
La fiebre es un enemigo formidable, el aumento de la temperatura corporal es la reacción natural del cuerpo para combatir las infecciones, pero también puede ocasionar daños a la propia salud. Es extrañamente dolorosa, porque es generalizada: duele la espalda y las piernas, duelen los ojos y las manos al articularse. Los escalofríos y el calor chocan en el pecho, temblamos como de frío pero sentimos que hervimos en nuestro propio sudor. No por nada hemos inventado infinidad de remedios y curas para este síntoma, pues tiene la capacidad para derribar a cualquiera:
Quedarse en cama con gripa se siente bastante como quedarse en cama después de una paliza, recuerda a la primera vez que uno sale volando del columpio y aterriza en el piso con el costado.
Los vídeos de terror en YouTube y la música resultan entretenidos, pero su encanto pasa pronto y uno se reencuentra a solas en la habitación: las redes sociales y las noticias, los artículos de Wikipedia y Netflix se convierten en acompañantes para pasar el tiempo, para olvidarse un rato de la jaqueca y los estertores, de los pies fríos y las manos temblorosas.
Por momentos, parece que la cama es gigantesca, que lo abarca todo, que se convierte en el mundo, en un mundo asfixiante y excepcionalmente llano; con la convalecencia la recámara se encoge, las paredes se estrechan, el techo se contrae. Se queda la sensación extraña de que el mundo se mueve, de que se agita, mientras nosotros nos quedamos quietos, paralizados en el borde del colchón —como Ewan McGregor en aquella famosa escena de Trainspotting—.
Pero la hora de la comida llega y debemos hacer un esfuerzo por levantarnos y salir de la recámara, de sentarnos en la mesa y obligarnos a tragar, y descubrimos que el mundo sigue aquí y que sigue siendo mucho más grande que nuestra habitación.

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