viernes, 20 de enero de 2023

Bucólica.

La ambición no se burla de su trabajo útil,
de su felicidad hogareña, su destino oscuro;
ni el esplendor oye, con su sonrisa desdeñosa,
los breves y simples caminos.

—Thomas Gray, «Elegía sobre un cementerio de aldea».

〈En esta ocasión he querido compartirles una breve experiencia que tuve hace poco mientras caminaba por el campo, y aunque lo que escribo aquí puede parecer exagerado, debo aclarar que tiendo a darle muchas vueltas a las cosas que encuentro interesantes, por infinitesimales que sean; por eso empecé este blog〉.

Foto original del día que tuve esta experiencia.

Siempre he tenido afición por andar a pie, por caminar para contemplar el cielo y cómo la luz se cuela entre los árboles —porque soy un hombre cursi, qué les voy a decir; tampoco es que sea William Turner  o don Quijote—. No soy particularmente espiritual, sino que caminar me ayuda a despejarme, a pensar con cuidado, a meditar sobre mis problemas. Por supuesto, he caminado por la ciudad en muchas ocasiones. A veces también he salido a caminar por el campo, en el valle que rodea la ciudad, y, precisamente,

Hace poco hice una caminata por el valle; era un día frío y airoso, aunque no nublado, la luz del sol caía sobre las nubes blancas haciéndolas fulgir, resaltando su blanco de algodón. Salí armado con un termo de café y una botella de agua, botas de trabajo, una gruesa bufanda (que mis amigos dicen que parece una capa) y lentes oscuros. Por todos lados observé los signos de la cercanía del solsticio de invierno y la tranquilidad de un fin de semana en la periferia de la ciudad, donde las casas y negocios se agotan y sólo queda el campo extenso, donde se termina el concreto y la luz roja de semáforo y uno puede maravillarse de la profusión de verdes que cubren la tierra: el pasto, la hierba, las hojas de los árboles: cada especie y variedad tiene su propio tono y textura. Pero además las montañas tienen también sus colores y su espectáculo de piedras esculpidas por el viento. Anduve entre el canto de los pájaros, las lagartijas corriendo entre la hierba y los aislados árboles y su sombra tibia. Hacia el sur del valle un pequeño lago refleja la luz del sol, como un espejo de plata; en su borde crecen los lirios y arbustos enanos.

A lo lejos pastaba el ganado: ovejas, vacas y caballos con la nariz pegada a la tierra; con pasos lentos y cuidadosos. Los vi sin acercarme, no sabía si mi presencia los perturbaría. Luego de un rato seguí caminando, observando el avance de las nubes blancas y frías (cf. «Nubes de hielo»). Las vacas, estaban bien alimentadas, sus cuerpos eran robustos y musculosos, supe que cada una de sus patas poseía más fuerza que mi cuerpo completo; entre otras cosas, porque yo iba cubierto con un grueso suéter de cuello ruso y pantalones térmicos debajo de la mezclilla y aún así temblaba de frío.

Una pregunta me asaltó, podía ver el ganado recorriendo una área gigante, pero por ningún lado vi a sus cuidadores. En realidad, no había otra alma humana en todo el espacio que abarcaba mi vista, aunque sin duda debía haber gente cerca, pequeñas casas entre los enmallados de alambre los delataban. Me sobrecogió el silencio del campo, el lejano canto de los pájaros. Seguí andando por la vereda que cruza el valle hasta un grupo de espinos de gran tamaño, dispuesto a sentarme un rato y comer. Desde ahí pude ver a los pastores bajo la sombra de un pequeño árbol, desde donde vigilaban a todo su rebaño sin esfuerzo. No se fijaron en mí ni mucho menos. Pero yo sí pude observarlos un poco de reojo:

Eran dos varones de no más de veinte años, con pesadas botas de trabajo y pantalones de mezclilla tan gruesos como para tirarle los dientes a un perro. Iban armados con largas ramas de pino y estaban de pie observando en direcciones opuestas, con el torso desnudo, exponiendo al aire las anchas espaldas. Sus rostros eran duros, curtidos por el sol y el aire frío. Me parecieron monumentales como estatuas de mármol, tan antiguos como la humanidad misma, habitantes de una región distinta del aire —tan cerca y tan lejos de la ciudad, parece un mundo diferente—, dueños de un silencio tan profundo y señorial como el de una iglesia o un cementerio, los vi anacrónicos, persistentes vigilantes del devenir. Me parecieron sabios, testigos inconmovibles no sólo de las transformaciones del paisaje (demasiado lentas para una vida humana) sino también de la marcha de la sociedad, contempladores de los animales que se desarrollan, del pasto que crece y los niños que juegan en el campo y que se convierten en hombres; de los adolescentes que se enamoran, que pasean tomados de la mano y se prometen amor eterno.

Pensé en Abraham y en su hijo y sus nietos, en el rey David, en Moisés, que encontró su destino cuando perdió una oveja; en Pedro el amigo de Heidi y en el cuento del niño que gritaba «¡lobo!». Recordé también a Pan y Tammuz, a Fauno, dioses de los pastores. Pensé en «Manelic», poema de Antonio Mediz Bolio. Pensé en Virgilio y en la «Elegía sobre un cementerio de aldea» de Thomas Gray (que solía recitar de memoria). Y por supuesto, en los pastores que a Belén corren presurosos.

Otra foto original de este evento.

Para un gato de suburbio como yo es difícil imaginar la vida en el campo y escuchar el silencio en pleno día se hace incómodo, extraño. No me imagino conduciendo al rebaño, no me imagino lo que estos dos [pastoriles] jóvenes de piel dura han visto en las mañanas heladas de diciembre cuando el rocío se congela y las nubes cubren el sol; en las noches de octubre, cubiertos por el viento susurrante y los fantasmas que recorren el páramo. Pensé en ellos como en dos viejos sabios contemplando el mundo como si les perteneciera.   Sentí que desde la sombra inmóvil de aquel árbol, aquellos dos muchachos habían visto y vivido más que yo en mis caminatas.

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