Nubes de hielo.

El tiempo en mi ciudad es veleidoso. A veces, cuando amanece, el sol ilumina todo de un golpe y el calor de mediodía llega temprano, pero luego de un rato comienza a llover o a correr aire que disipa la sensación de calor. A veces llueve a goterones sordos o llueve granizo hasta que las calles se hacen grises (porque la lluvia ácida no produce granizo muy blanco). Otras veces, luego de la intensa granizada sale el sol de nuevo. Lo único que es en realidad inusual son los días fríos.

Hay días de lluvia y días nublados, días calurosos y días ventosos; días en los que la humedad se impregna a las paredes, se mete bajo las puertas y apesta la ropa recién lavada. Pero casi no hay días que sean simple y llanamente fríos.

Me refiero a días en los que las nubes no se pasean bajas y grises, presagiando lluvia, sino que son blancas y altivas y, si las miramos con atención, vemos que parecen increíblemente densas, enormes cúmulos de algodón flotando sobre la ciudad; no anuncian lluvia ni traen consigo vientos huracanados o violentos cambios de temperatura. De hecho, sólo permanecen ahí y se van acumulando pero no cubren el cielo en su totalidad, como la tormenta eléctrica.

Y tienen un efecto extraño: resaltan los azules del cielo, los hacen más intensos y profundos —tal vez sólo por el contraste con el blanco impoluto—, y el mismo aire debajo de las nubes, el aire de la ciudad, parece irradiar luz azul. Y la temperatura desciende despacio, obligándonos a llevar abrigos y regresar temprano; porque este frío inmóvil se nos antoja más peligroso que el frío de la lluvia e incluso que el frío de los días ventosos (aunque nunca tan peligroso como el sonido del trueno).

Así son los días fríos en la ciudad, escasos y de cierto colorido que otros días del calendario no tienen. De nubes blancas y señoriales, porque son enormes y quietas, están dotadas de cierta majestad. Y si las miramos con atención, veremos que estas nubes que traen el frío parecen hechas de hielo.