En esta ocasión he considerado oportuno ceder este espacio a las palabras de Hermann Hesse, célebre escritor del siglo pasado, recordado por su búsqueda espiritual y su activismo en contra de la guerra. Guardé este fragmento en una fotocopia hace mucho mucho tiempo, cuando leí el libro del que se extrajo, y después me olvidé de él; hoy lo he reencontrado y creo que merece compartirse:
«La mirada de la voluntad es impura o ardiente. El alma de las cosas, la belleza sólo se nos rebela cuando no codiciamos nada, cuando nuestra mirada es pura contemplación. Si miro a un bosque que pretendo comprar, arrendar, talar, usar como coto de caza o gravar con una hipoteca, no es el bosque lo que veo, sino solamente su relación con mi voluntad, con mis planes o mis preocupaciones, con mi bolsillo. En ese caso el bosque es madera, es joven o viejo, está sano o enfermo. Por el contrario, si no quero nada de él, contemplo su verde espesura con la «mente en blanco», y entonces sí que es un bosque, naturaleza y vegetación; y hermoso.
»Lo mismo ocurre con los hombres y sus semblantes. El hombre al que contemplo con temor, con esperanza, con codicia, con propósitos, con exigencias, no es un hombre, es sólo un turbio reflejo de mi voluntad. Le miro consciente o inconscientemente, con sonoras preguntas que le disminuyen y falsean. ¿Es accesible o es orgulloso? ¿Me respeta? ¿Puedo influir en él? ¿Sabe algo de arte? Los hombres con los que tratamos, los vemos a través de mil preguntas semejantes a éstas y creemos conocer al ser humano y ser buenos psicólogos cuando conseguimos descubrir en su aspecto, en su actitud y conducta aquello que sirve o perjudica a nuestros propósitos. Pero esta convicción carece de valor, y el campesino, el buhonero o el abogado de oficio son superiores, en esta clase de psicología, a la mayor parte de los políticos o científicos.
»En el momento en que la voluntad
descansa y surge la contemplación, el simple ver y entregarse, todo cambia. El
hombre deja de ser útil o peligroso, interesante o aburrido, amable o grosero,
fuerte o débil. Se convierte en naturaleza; es sublime y notable como todas las
cosas sobre las que se detiene la contemplación pura […]. Es el estado más alto
y deseable de nuestra alma: el amor desinteresado.
»Cuando hemos alcanzado ese estado,
ya sea durante un minutos, horas o días […], vemos a los hombres de modo
diferente. Ya no son reflejos o caricaturas de nuestra voluntad; han vuelto a
ser naturaleza. Hermoso y feo, joven y viejo, bueno y malo, franco y reticente,
dura y blando ya no son antónimos, no son medidas. Todos son espléndidos, todos
son notables, ninguno puede ser despreciado, odiado o incomprendido».
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HERMANN HESSE. (1985 [1957]). Mi credo. Barcelona: Editorial Bruguera.

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