〈Antes que nada quiero aclarar que esta entrada es una opinión personal, la opinión personal del que escribe; que no busca insultar ni demeritar los alcances de los actores que participan en estas producciones, esto no es con Tenoch Huerta ni con Halle Bailey. (Xóchitl Gómez, te amo). Así como tampoco buscamos ofender ni subestimar la inteligencia ni las opiniones del lector. Lo que queremos explorar ahora no es lo que se ve en el cine de Hollywood, sino lo que hacemos con lo que vemos〉.
A lo largo del ya lejano siglo XX ocurrieron una gran cantidad de sucesos que redefinieron la forma en que vivimos: el internet y los teléfonos, la televisión —considerada el mayor invento del siglo, aunque eso puede discutirse—, el papel higiénico, la guerra, el hoyo en la capa de ozono. Sin embargo, si me lo preguntan a mí, ningún evento cambió tanto la forma en que nos vemos a nosotros mismos como el cine, que si bien se inventó en el siglo XIX, se convirtió en la expresión artística moderna por excelencia, tan es así que se ganó el título de «el séptimo arte» y un lugar en el corazón de la gente, como bien ha contado Giuseppe Tornatore;
Es innegable que el cine es una expresión cultural tanto como es un arte. Hacedores como Jean–Luc Goddard o Christopher Nolan plasman su visión artística —apoyados por un montón de personas que hacen posible esa visión—, pero también un conjunto de valores culturales que agregan significado a esa propuesta: las disertaciones sobre Dios y la lucha civil en Nostalgia engrandecen el acto creador de Tarkovsky y le dan una dimensión que sus imágenes de Roma y del campo no tienen por sí solas. Los personajes tristes de Wong Kar–Wai bajo las luces de neón de Hong Kong que fuman mientras se desangran son conmovedores y expresivos y hermosos por sí solos, pero el aire político que impregna esas películas es lo que les da sentido: son síntesis del sentir y los miedos y esperanzas de un pueblo completo.
Con el nuevo cine estadounidense sucede algo similar: se abre camino la multiplicidad, la pluralidad de historias, que buscan captar las esencias que habitan ese país: gente de todo el mundo ha llegado a EE. UU. a lo largo de los siglos y todas sus historias son válidas y merecen representación.
Sucede, sin embargo, que esto responde, en primer lugar, al interés de las empresas de entretenimiento por mantener a su audiencia (con estrategias cada vez más monopólicas y arteras); y, en segundo lugar, a un proceso histórico, social y cultural que sólo se entiende en la sociedad estadounidense.
Me explico: cada país, cada grupo, tiene sus propias crisis y nunca habrá dos grupos con exactamente el mismo problema; la historia y las dinámicas de poder y de interacción importan y determinan la forma en que una situación específica se manifiesta. La desigualdad de género no es la misma en Japón y en México, pero en ambos países existe. Las falencias del sistema educativo afgano no son las mismas que las del sistema educativo sudanés, porque sus culturas son diferentes.
Los problemas sociales nos hacen distintos: la situación de los nativos que pelearon con los ingleses no es la misma de los pueblos mesoamericanos que guerrearon con los españoles. Aún si tienen puntos en común, se trata de cosas diferentes y es importante que no perdamos eso de vista.
Poco y nada significan ambas cosas para nosotros, porque no formamos parte de esa sociedad, y sus transformaciones y cambios sociales y culturales no tienen impacto en nosotros;
Especialmente cuando nuestro cine sigue teniendo esas fallas, cuando las comunidades afromexicanas siguen siendo ignoradas sistemáticamente e incluso se omite su mención en los libros de historia.
No se trata [para nosotros] de que estos cambios sean correctos o no, de si deban hacerse o no, de tomar partido por una causa o por la otra, por la sencilla razón de que ni una causa ni la otra nos competen.
En última instancia, concederle esta importancia significa reconocer a la industria del cine estadounidense como una síntesis sumaria y total de la identidad del mundo y especialmente del continente americano, como si todas nuestras sociedades fueran iguales y tuvieran los mismos problemas y las mismas opiniones; como si fuera posible de verdad que un sólo montón de gente —los adinerados productores de esas películas— pudiera capturar la esencia de lo que significa ser un ser humano en todas partes.
Podemos entender el éxito que tienen los grandes estudios de Hollywood en el mundo —o al menos de nuestro lado del mundo—, podemos entender que ciertos productos culturales llegan para quedarse y se convierten en partes activas de la vida de las personas (v. gr.: Star wars), así como el impacto que tienen y el vínculo que se desarrolla con ellos —yo no sería el mismo si no hubiera visto la película Matrix de niño y todavía me emociono cuando Neo se enfrenta al Agente Smith en la estación del metro—; pero apropiarnos de esta forma de una expresión cultural que no es nuestra es pretencioso e irreal. Y desde este humilde espacio, nos inclinamos a creer que también es derrotista, es ceder pasivamente y con una sonrisa a una nueva forma de colonización, ahora cultural y cinematográfica.

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