Las iglesias, las sinagogas, los templos, los viharas; tienen en común el silencio de los penitentes y los rezanderos, pero también el olor solemne a santidad. El copal blanco y el incienso, los olores de la espiritualidad occidental —el utilizado en las iglesias— son los que adornan y purifican los altares del Día de Muertos. (Preferimos la voz «altar» en lugar de «ofrenda» porque destaca más el respeto y la solemnidad de la fecha).
El copal, considerado tradicionalmente como un material que purifica los espacios, es un elemento fundamental del altar, con su humo blanco y espeso, que parece brillar bajo la luz del sol y las velas; pero no es el único: hablamos del cempasúchil, cuyo olor no se parece al de ninguna otra flor; es más húmedo y penetrante, recuerda a la tierra recién removida, a la ropa recién lavada, a los árboles que crecen en la margen de los ríos.
Está también el aroma de las mandarinas, cítrico y dulce, naranja, como de hojas recién arrancadas, como los remedios de la abuela. Muchas personas esperan a los últimos días de octubre por amor a las mandarinas.
Mención aparte merece el resto de la comida que adorna los altares: las hojaldras, las naranjas, las manzanas y la caña de azúcar, el café recién servido y el mole. Y la esencia de todas estas cosas flota sobre el altar, se mezcla con las flores y el incienso.
Quién sabe a qué huele la espiritualidad, pero desde este humilde espacio nos atrevemos a afirmar que, sea lo que sea, se parece al olor de un altar de Día de Muertos.

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