domingo, 2 de octubre de 2022

Reflexiones en torno al Día de Muertos, t. 1: la anticipación y la espera.

La temporada que comprende los últimos meses del año tiene algo de especial —sobre todo en el hemisferio norte—: la sensación extraña de la etapa que se cierra y la llegada del otoño. Y es que, con el lento progreso de las noches que se alargan, de las tardes frías y la luz del sol que se hace mortecina viene también la consciencia clara de que otro año se despide, de que después del invierno vendrá la primavera y el ciclo se repite. Los colores cambian: se hacen más cálidos y menos intensos, dejamos el verde brillante y el azul profundo, el amarillo y el rojo; propios del verano. Llegan, claro, el naranja y el beige, el café, el gris, el morado (cf. «Sinfonía de otoño»). Y, lo que es más, llegan los muertos a visitarnos.

La anticipación se hace larga a medida que las noches de octubre transcurren (con todo y su luna tan característica). El clima cambia, nos empuja a pasar más tiempo en casa, a escuchar el zumbido del viento desde la ventana. Es en este marco que se conmemora a los difuntos en México, y es de eso, del Día de Muertos, de lo que hablaremos ahora:

Aunque el Día de Muertos tal como lo celebramos en México se ha convertido en un sello distintivo de nuestra cultura en el mundo, lo cierto es que honrar a los muertos es un gesto universal: fiestas similares se celebran, v. gr., en Corea del Sur, en el Brasil, Japón y varios países nórdicos; donde se destaca el respeto por ese momento tan temido en que nuestra existencia terrenal encuentra su término, así como la añoranza por los que ya no están en este camino con nosotros. (Debe recordarse, por otro lado, que las fiestas de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos ya existían en el santoral católico cuando los conquistadores llegaron). Por supuesto, en todo el mundo existen los templos y los cementerios.

〈Análogo en alguna medida es el origen de la celebración de halloween, vinculada a las tradiciones celtas sobre la muerte y lo sobrenatural; aunque con modificaciones y reinterpretaciones impuestas, así es, por la Iglesia católica〉.

Acaso lo que nos distingue no es sino el ambiente festivo en el que en general llevamos a cabo la celebración:

Lejos de las solemnidades muchas veces pomposas de la Iglesia, pero lejos de la cercanía con la muerte de los pueblos antiguos, tenemos la celebración del Día de Muertos como la conocemos el día de hoy: una ocasión destinada a la memoria y la nostalgia pero también a la algarabía de burlarnos de lo inevitable, de ridiculizar a los poderosos, de reírnos un poco del teatro del mundo y sus desgracias;

Se trata pues de una celebración mundana: nos pintamos la cara y salimos a bailar, devoramos sin pena la comida que ofrendamos, compramos flores y manteles y pan y representamos políticos como esqueletos danzarines. Pero es también una forma de celebrar y sacralizar el mundo: el incienso —tradicionalmente reservado a los templos y las iglesias— se esparce por nuestras casas, la flor de cempasúchil —sagrada para los antiguos— se deshoja y decora los pisos, las calaveras, símbolo por excelencia de nuestra condición mortal, lo abarcan todo; en estos actos existe el reconocimiento de una cierta santidad extraña que yace en todas las cosas.

El Día de Muertos (y el halloween) se acercan, con ellos vienen las tardes frías y las noches largas, la necesaria meditación en torno a la vida que pasa, nuestra fascinación con lo ultraterreno, con el más allá, con lo encantador y lo macabro.

〈«Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central» (1947), Diego Rivera〉.

Con la cercanía de la fiesta, con octubre, el fin del verano —la así llamada spooky season—, los buenos recuerdos de los que se han ido, las hojaldras que esperamos todo el año; la cuenta regresiva por el primero de noviembre, la anticipación y la espera, se cargan de emoción.

Tal vez es que se trata de mi fiesta favorita —porque disfruto los colores, pintarme la cara, el clima frío, los cuentos de fantasmas y el olor del copal—, tal vez es porque esperamos todo el año para comer hojaldras, quizá es que existe un gran consuelo en recordar a nuestros difuntos y es divertido y hermoso pensar que regresan sólo para convivir, sólo para reírse un rato con nosotros; pero cómo queremos que llegue el Día de Muertos.

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