domingo, 4 de septiembre de 2022

El perfume sobre la piel.

Colocarse perfume es como un ritual. Y es que el perfume, como cualquier aroma agradable, está dotado de cierto aire místico, señorial: el incienso, los pétalos de rosa, la vainilla, el chocolate; olores todos que podemos intuir plenamente, que tienen su propio lugar en nuestras mentes, que nos inspiran respeto y nos evocan recuerdos agradables —a menos, claro, que alguien haya estado a punto de ahogarse en una fuente de chocolate—. Y tal vez porque disfrutamos estos aromas y obnubilan nuestra memoria es que escogemos llevarlos con nosotros. Adornamos nuestra piel con ellos.

El mundo de los aromas es poderoso, es un maravilloso disparador del estado de ánimo, de los más escondidos recuerdos de nuestra vida. Así, v. gr., las rosas blancas huelen al Día de las madres y los chocolates envinados al primer Día de San Valentín que pasamos en pareja; el jugo de naranja siempre nos lleva a la infancia y la fragancia del café nos transporta al desayuno. La gran mayoría no podríamos precisar a qué huele un hospital y, sin embargo, es un olor que podemos identificar sin esfuerzo, igual que como sucede con una oficina o un baño que no ha sido limpiado en un buen rato. El olor de las palomitas está tan ligado al cine que no podemos ver una película sin que nos dé hambre; de la misma forma que no podemos sentir el olor salado del mar sin añorar el sol y la arena.

Todos tenemos un olor característico, influenciado por nuestra genética, la acidez de nuestro sudor, los hábitos que cultivamos, el ambiente en que nos desenvolvemos, la comida que consumimos, nuestra exposición al sol; el perfume que usamos. Resulta evidente que alguien que pasa mucho tiempo cuidando plantas y flores se impregne del olor a hierba cortada; que alguien me come muchos vegetales no huele como alguien que detesta la lechuga; por supuesto, todos conocemos el aroma que despide un fumador asiduo. Y ciertos perfumes quedan ligados a una persona específica a lo largo de nuestras vidas: la loción lavanda de la abuela, la crema para afeitar de papá.

Hay muchas esencias para escoger: el olor de las flores, claro, pero también de ciertas maderas, esencias como el incienso, el sándalo o la resina, la vainilla, el agua del mar, gotas de mandarina, jugo de manzana. Chocolate. La hierba recién cortada, los hongos que crecen en el margen de los ríos, las hojas de helecho.

Y aunque se suele relacionar la delicadeza de una buena fragancia con el género femenino —y es por eso que la portada de este artículo es una silueta femenina—, lo cierto que todos somos susceptibles del embeleso de un buen perfume. Las esencias y los aceites aromáticos son tan antiguos como la humanidad misma y no distinguen sexo. Recuérdese el Cantar de los Cantares: la prometida describe a su amado en estos términos: «sus mejillas, como una era de especias aromáticas, como fragantes flores; sus labios, como lirios que destilan mirra fragante» (5:13).

Siempre tuve predilección por los aromas amaderados —el olor del cedro, del pino y el palo de rosa— y por el así llamado fougère —el olor de los helechos y la tierra húmeda—. Los prefiero porque considero que son afines con mis hábitos y capturan la esencia de mi vida cotidiana: combinan con el olor del café y del güisqui, con el aroma de los libros viejos que tengo en la repisa, con las esencias de sándalo y mirra que quemo cuando medito, con los tonos azules que me gusta vestir; con la luz del sol que entra en mi habitación, con el olor del cigarro y la tinta de lapicero. Aunque más que nada, porque son aromas que disfruto.   Por supuesto, para asistir a una celebración o salir de fiesta me decanto por olores más festivos.

Sobre las grandes casas de perfumería y sus productos no es necesario extendernos mucho: se ha demostrado que la calidad de una botella de perfume tiene poco que ver con su precio, y que éste está correlacionado con los costos de las campañas de publicidad que la acompañan.

A pesar de que el perfume embelesa el olfato, no es un adorno para nuestras narices, sino para nuestra piel, es ésta la que embellece y resalta: oler bien es una una buena carta de presentación, es una invitación a los otros a sonreírnos con cortesía, una forma de procurar que los demás se sientan cómodos en nuestra compañía, una petición de cercanía a quienes queremos, [a veces incluso de contacto y] de abrazar a nuestros amigos y amantes; en los lugares de trabajo y los automóviles, en los cines y los restaurantes, en el transporte público, la fragancia de los que nos rodean nos acompaña, y si la Fortuna nos sonríe será una fragancia agradable.

Uno sale de la ducha una mañana cualquiera, seca su cuerpo y lo hidrata, se peina, se lava los dientes, piensa en los pendientes que debe atender ese día y coloca alguna esencia sobre la piel recién enjuagada —porque el perfume no debe usarse sobre la ropa, ya que así se evapora más rápido y, por lo tanto, sólo se desperdicia la esencia—: en la base del cuello y en el pecho y el abdomen, en la sangradura; a veces incluso en la parte alta de la espalda y la cara interna de las rodillas (que los médicos llaman «hueco poplíteo»). El perfume se mezcla con la esencia de nuestra epidermis, con nuestro sudor y nuestras hormonas, con nuestro día a día. El aroma nos satura en un primer momento, pero después nos acostumbramos a él y dejamos de percibirlo. Ya listos para ir a la carga un nuevo día, nos encaminamos a la puerta, dejando la estela de olor detrás de nosotros.

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