sábado, 16 de julio de 2022

Se aproxima una tormenta.

〈Honestamente, dudé mucho sobre si publicar o no esta retahíla de pensamientos en torno a la crisis ambiental; podría considerarse demasiado cínica, desdeñosa o incluso vulgar, pero es que es desdeñosa y vulgar y, por eso mismo, creo que es también muy pertinente〉.

A pesar de las largas discusiones que inspira y la importancia que todos sabemos que tiene, la crisis ambiental parece no haberse ganado la categoría de problema público respetable, como sí sucede con otros retos que afrontamos: la pandemia, los accidentes automovilísticos, la diabetes o el maltrato infantil; cuya gravedad y veracidad no sería puesta en duda por nadie razonable.

Han pasado ya algunas décadas desde que el problema sobre el calentamiento global se convirtió en un asunto público (aunque los efectos nocivos de nuestros combustibles y del mal uso de los recursos eran conocidos desde mucho antes). Personalidades como Jane Goodall ayudaron a poner el tema ecológico sobre la mesa, el descubrimiento del agujero en la capa de ozono llamó la atención sobre la contaminación del aire y se convirtió en un hito generacional junto a otros problemas similares (como las emisiones de carbono y metano). Y poco a poco la audiencia se hizo consiente de cómo la cuestión ambiental representaba una genuina bomba de tiempo. Se supo entonces que se acercaba a nosotros una enorme tormenta, era posible ver sus nubes negras en el horizonte, bloqueando la luz y enrareciendo el aire; oscureciendo nuestras esperanzas de un futuro mejor.

A pesar de las advertencias de los activistas poco ha cambiado en esas décadas, han pasado casi cincuenta años desde la Primavera silenciosa y la lucha que inició Rachel Carson sigue llevándose a cabo por todo el mundo. La caza de especies en peligro sigue ocurriendo, las empresas siguen despilfarrando agua y muchas personas siguen lavando sus autos con mangueras.

El sistema educativo hace algún énfasis en la importancia de cuidar el agua y reciclar. En las noticias y en las redes sociales nos encontramos con desconsoladoras imágenes de polos que se derriten, de morsas y tigres que se mueren de hambre y de selvas y bosques que se deforestan hasta la raíz. Cada año se estrenan un montón de documentales que registran los daños de la caza, de la pesca excesiva, del aumento exponencial de desechos.

Aunque los efectos más palpables e inmediatos son climáticos: cada año desde el comienzo del milenio es marcado como el más cálido en la historia, cada vez más resentimos las consecuencias de las sequías o de las lluvias torrenciales —que siempre colapsan nuestros sistemas de desagüe ahogados en basura—, sufrimos las granizadas que acaban con las cosechas y aboyan nuestros autos; pero también son hídricos (o acuáticos, si se prefiere): basta con prestar atención en los ríos y en las lagunas para atestiguar como su nivel se reduce y sus aguas huelen peor cada año, y cualquiera que haya vivido al menos un par de décadas ha sido testigo de cómo los desiertos aumentan su tamaño mientras el volumen de las selvas se reduce, mientras el aire de las ciudades se hace más seco y ácido, más irritante.

La crisis ambiental —inevitablemente ligada a la crisis climática, del agua, de la contaminación, de la escasez de alimentos y los refugiados— se ha convertido en un elemento central del zeitgeist actual: ha penetrado todos los aspectos de nuestra cotidianeidad, por más que no queramos darnos cuenta. No sólo en los medios masivos, las leyes o la ficción en cualquiera de sus formas, sino en nuestra actitud general ante la vida: todos los futuros que podemos imaginar están marcados por el daño a los ecosistemas, por la imagen de un planeta desértico que se muere mientras le damos la espalda para mirar hacia las estrellas. Por rostros sufrientes, el pandemonio y la desesperación.

Y aun así, no existe una verdadera movilización de la gran mayoría para enfrentar el problema. Muchos dirán que a estas alturas eso en realidad ya no tiene caso. Otros tantos argumentarán que la crisis ya se solucionó gracias a ellos, que ya no tiran colillas de cigarro en la calle o que van a comprar tortillas caminando y ya no en coche. Pero el grosor de la población argüirá que los políticos y los investigadores tienen todo controlado, que tienen que resolverlo ellos porque ese es su trabajo; que aún hay tiempo para que ellos solucionen el asunto. En realidad, ninguna de estas argumentaciones es correcta, se ha demostrado que aún es posible corregir el rumbo, a través de acciones individuales, sí, pero sobre todo colectivas de gran impacto y que nos atañen a todos;

Para combatir la crisis climática, pues, nuestro peor enemigo no es la crisis climática, sino la apatía que permea en nuestras vidas y que [a decir de muchos] se justifica en las comodidades modernas que vivimos.

En semejante entorno, claro está, es difícil mantenerse optimista y la pérdida de fe en el futuro, otrora fundamental para el crecimiento personal, parece haberse marchitado entre los más jóvenes, que miran agobiados todo este panorama y no pueden sino sentirse tristes y decepcionados, sabiendo que no les queda más que reírse con cinismo de las condiciones en las que se haya la Tierra que se supone que heredarán; aunque sus padres digan, con una seguridad ofensiva, que se sienten así porque juegan muchos nintendos.

Por otro lado, en el caso de los adultos y las personas de tercera edad, el efecto parece haber sido el mismo por razones distintas: no conciben vivir el tiempo suficiente para experimentar en carne propia el caos provocado por la crisis; cuando escuchan que las guerras en el año 2030 serán por el control del agua lo primero que piensan es que no van a vivir hasta el 2030, es decir, para ellos el problema no es suyo. Y si ese es el caso, están autorizados a tomarlo con humor y a no darle importancia a las advertencias sobre el uso excesivo del automóvil o la basura.

Incluso entre los científicos y activistas más comprometidos con la causa, entre aquellos que alimentan aún la esperanza de que podamos esquivar este obstáculo inmenso, impera la frustración y la sensación siempre devastadora de no ser vistos o escuchados, de ser testigos impotentes de la degradación y el desdén. Los únicos que no parecen preocuparse ni ocuparse del asunto son los líderes y funcionarios electos de nuestro mundo, para variar.

De tal forma que parece que hemos olvidado que sin importar la distancia, lo mucho que caminemos o nademos, lo alto que escalemos o la profundidad del hoyo que hagamos en la tierra, siempre seguiremos en este planeta, en este «punto azul pálido» al que los mejores poetas aman, que los más esforzados guerreros defienden con su vida, al que los más sabios agricultores le profesan admiración y respeto. Nunca de forma más literal puede decirse que estamos todos en el mismo barco que cuando hablamos de cuidar nuestro mundo.

He aquí una causa que nos concierne a todos, quizá la única causa con el potencial de trascender clases sociales, fronteras, religiones y géneros; la de evitar la debacle de nuestro mundo y la nuestra propia; la de democratizar las culpas y darle a cada quien su fragmento de responsabilidad (a las empresas, las instituciones, a los ricos y los individuos de a pie).

Acaso hemos escuchado sobre el asunto demasiado tiempo, demasiadas veces y nos hemos hecho insensibles a su efecto. Acaso preferiríamos que un asteroide nos barra en un instante en lugar del lento y tedioso proceso de morir de sed; los fines del mundo que imagina Hollywood son, con certeza, más interesantes que éste que estamos viviendo. Que esta tormenta que se aproxima, cuyas nubes podemos ver y cuyos estragos ya sufrimos, pero que no hace una entrada espectacular en medio de una explosión. ¿Es esta la razón por la que el público permanece indiferente y aparentemente impertérrito cuando la sequía dura más de lo debido o los aguaceros pudren las cosechas? La tormenta no se aproxima, eso fue hace cuarenta años, ya está aquí pero todavía podemos hacer algo, ¿qué tiene que pasar para que nos demos cuenta?

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