sábado, 2 de julio de 2022

El reloj despertador.

Levi Hutchins —el relojero inventor del despertador como lo conocemos ahora— revolucionó para siempre la forma en que vivimos en 1787, a través del ruido destronó para siempre a los rayos del sol como indicadores del momento de levantarse. El relojero necesitaba comenzar su jornada mucho antes de que saliera el sol y tuvo la idea de hacer que su reloj hiciera sonar una campana a las cuatro de la mañana en punto. No reprochamos su ingenio ni sus hábitos matutinos, porque lo hizo todo con ignorancia.

Aún así, desde este humilde espacio, sí que lamentamos la existencia de un objeto tan burocrático —y, por extensión, tan kafkiano— como la alarma despertadora. Cierto es que la mayoría de nosotros no duerme con un reloj acampanado en el buró, pero todos configuramos el celular o la televisión para activarse a una hora determinada: para ir al trabajo, a la escuela, a la cita para la licencia de conducir, a la fila del banco.

En el siglo XIX y con el perfeccionamiento de la máquina de vapor de Newcomen, el reloj despertador se convirtió en un artículo indispensable, en una pieza de última tecnología para el hombre moderno. Surgieron los turnos nocturnos, las precarias jornadas de trabajo, las diez, doce o catorce horas seguidas de encierro en las calderas y en las fábricas, lejos de la luz del sol (característica del trabajo en el campo) y del aire fresco. (Como sabemos, la palabra smog surgió precisamente aquí; y su historia en realidad es interesante y la abordaremos más adelante).

Hoy el panorama ha cambiado pero mantiene muchos de sus vicios: la precarización, el clasismo, las largas jornadas de trabajo que nos privan del tiempo en familia, de la recreación, de salir a cenar entre semana; la falta de aire respirable en los entornos de trabajo (como sabe cualquiera que haya entrado a una oficina de gobierno); los excesivos gastos económicos y temporales de la transportación dentro de las urbes: es absurdo [e inhumano] que un trayecto de cuatro kilómetros nos tome cincuenta minutos de escuchar al del auto de atrás tocando el claxon; y sentimos que el tiempo y la juventud y la vida misma se escabullen mientras nos ahogamos en el tráfico. En muchas partes del mundo, entre ellas nuestro México, las clases matutinas comienzan a las siete de la mañana, como si alguien, sobre todo un adolescente ahogado en hormonas, tuviera la voluntad prestar atención a esa hora.   Y en medio de todo esto, del eje mismo de la vida como la conocemos hoy en día, antes que la electricidad, internet y la medicina; está el reloj despertador sonando en la oscuridad de nuestras habitaciones.

Muchas personas disfrutan del albor de la mañana, del aire frío que entra por la ventana con el alba, gozan de los primeros rayos del sol, del canto de los pájaros y del desayuno. Todo ello es maravilloso y no es de lo que hablamos aquí.

Y es que las alarmas son invasivas, nadie consiente que otro lo despierte con brusquedad, el ruido insistente durante el sueño, la luz que lastima los ojos adormecidos. Qué doloroso despertar del sueño justo cuando estamos a punto de desactivar la bomba que amenaza con destruir la Estación Espacial Internacional. Qué pesado es levantarse de golpe, forzando los brazos y las piernas, con los ojos aturdidos y las sienes inflamadas;

No reprochamos al señor Levi Hutchins su ingenio y sus hábitos matutinos, porque lo hizo todo con ignorancia. Pero nos inclinamos a creer que de haber sabido el alcance que su invento tendría, hubiera preferido seguir despertándose tarde.

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