Como otras especies animales, buscamos los lugares donde fluye mejor el aire fresco y tratamos de desembarazarnos de todo lo que produzca calor innecesario, como las bufandas, los guantes y las botas hasta las rodillas; pero aunque queramos hacerlo no es momento todavía de tirar a un lado el cubrebocas como estrategia para rehuir el calor.
De entre todas estas ideas para escabullirnos del calor, las duchas con agua fría siguen siendo la preferida:
El agua fría una tarde calurosa, una noche después de una prolongada sesión de ejercicio, cae sobre el cuerpo como un estertor, como una descarga eléctrica que sacude todos los nervios del cuerpo, produciendo numerosos aunque mínimos fallos en el cuerpo: la piel de las extremidades se adormece pero la del rostro parece no distinguir adecuadamente si el agua está caliente o fría; la punta de los pies se amorata, el abdomen se contrae y, lo más dramático de todo, la respiración pierde su ritmo y cadencia regulares: damos prolongados bufidos y respiraciones cortas y superficiales.
Pero el golpe frío al poco tiempo se agota —sobre todo en el verano o la sequía— y de a poco el cuerpo encuentra consuelo en el agua fresca, que recorre el cuerpo y lo mismo nos besa la frente que acaricia nuestro pecho o resbala por las nalgas. Cada cabello, los dos ojos y las dos sangraduras, tiempo, sienten el tacto del agua al mismo tiempo, obligándonos a prestar atención. El agua en cualquiera de sus presentaciones tiene el don de hacernos sentir revitalizados, de recargar nuestras fuerzas y exaltar nuestros corazones; al beberla, al regar nuestras plantas, al abrir la llave de la regadera y sentirla caer por el pecho.

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