Hay muchas formas de aromar una habitación: pétalos que se secan con cierto tratamiento especial, arena recolectada de alguna playa (lo que es una muy mala idea), aromatizantes en forma de espray que se esparcen por el aire —y que no pueden ocultar su origen artificial por mucho que la publicidad diga lo contrario—; y por supuesto están los productos de limpieza impregnados de algún olor: para limpiar los pisos, los muebles, abrillantar la madera, desmanchar los cristales, lavar los platos, remover el polvo de los electrodomésticos; pero casi siempre su fragancia es pasajera y se revuelve con el olor seco del polvo. Pocas cosas hay tan características como la pestilencia del Pinol mezclado con tierra en una cubeta después de trapear.
〈En nuestro México, contamos además con el olor del incienso que cubre con su manto blanco las ofrendas para el Día de Muertos, que, aunque desagrada a algunos, embelesa a la mayoría〉.
De entre todas, destacamos el vaivén hipnótico de las varas de incienso —ignoramos si efectivamente el incienso es parte importante en su elaboración o si se les llama así por uso o costumbre—. Por supuesto, vienen en una multitud de olores: lavanda, canela, manzana, manzana canela, vainilla, sándalo, &c.; y su atractivo principal es el lento baile del humo que produce.
El incienso en todas sus presentaciones está dotado de un respeto ceremonial. Se usa en las iglesias pero también en las sinagogas y en los templos shintoistas. Y es literalmente el aura espiritual que envuelve estos lugares con su aromado humo blanco que hace el aire más denso y brillante y se impregna a la madera. De muchas formas diferentes se trata de un aroma asociado a la calma, a la meditación, al silencio y la contrición; a la divinidad.
Y aún así, en occidente, donde lo sagrado y lo ridículo se estrellan y el yoga sirve para tornear las nalgas antes que como forma de ver el mundo; utilizamos el incienso como añadidura a la limpieza de nuestras casas. Como una forma de transmitir tranquilidad y agradar a los que nos visitan, de hacer de nuestros espacios acogedores (precisamente porque el incienso se asocia con lo sagrado) y de imponer el respeto que toda casa exige a sus visitantes;
Y de suprimir los otros olores que flotan en el aire de cualquier casa: la ropa sucia, el lavabo que necesita limpieza, el polvo que se esconde entre los recovecos de los muebles.
En los días largos y tediosos, en las noches de lluvia, durante las mañanas cuando nos armamos para una jornada difícil; para los agobiados, los que necesitan de silencio para escuchar sus pensamientos, los que intentan aprender a meditar —en el sentido oriental del término— y los que gustan de cavilar en su tiempo libre; qué gran ayuda es una vara de incienso que se quema despacio en un rincón del estudio, el aromado humo blanco que se alarga y revolotea, que se estira y se expande, que acaricia la pasta de los libros, la superficie de las mesas, la tela de las cortinas y los manteles; una pequeña nube seca que flota en el aire de entre cuatro paredes.
Así, uno puede sentarse y aspirar el olor de la vainilla o la lavanda o el sándalo y sentirse como el rey Schahriar escuchando las historias de Schehrazada; el rey Saúl deleitándose con el arpa de [el futuro rey] David; la bella Zumurrud valorando concienzudamente cómo ejecutar su venganza. Cleopatra buscando la forma de proteger a su pueblo, sentada en su trono.


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