Aunque la fecha en la que se celebra la semana santa varía dependiendo del Computus paschalis, acomodando los días para que coincidan con la primera luna llena después del equinoccio de primavera, cada año se conmemora (porque estrictamente hablando no es una celebración) el viernes santo, punto culminante en la historia de Jesús y sexto día consecutivo de un conjunto de celebraciones en honor a él. Y si bien, el rito católico es el que dedica a esta fecha representaciones más espectaculares —porque aunque la palabra suene chocante es la correcta—, su importancia abarca a toda la cristiandad y, por lo tanto, permea a todo el mundo occidental.
No por nada, y a pesar de que en algunos círculos se discute la existencia histórica de Cristo, su vida y la influencia posterior que tuvo sobre sus seguidores son reconocidas como las más significativas de la historia. El relato sobre Jesús, su nacimiento, milagros, su muerte y vuelta a la vida constituyen un parteaguas importante para comprender el mundo en que vivimos, no sólo en el sentido religioso, sino también en lo moral, lo socioeconómico (de este tema se ha ocupado Max Weber) y las muchas aristas de nuestra cultural: se manifiesta en la música, en la pintura, en el teatro, en las calles que se disponen para la procesión.
Y este día, antesala a la apoteosis de Jesús, está cargado de profundos simbolismos y, en teoría, se dedica a la meditación, la oración y la valoración concienzuda de nuestro lugar en el cosmos. La vida y obra de Jesús se presta para muchas preguntas y reflexiones importantes: ¿por qué se veneran las imágenes del Maestro vencido y humillado antes que las imágenes del Maestro triunfante y amistoso?, ¿de verdad merecía perdón el así llamado «buen ladrón»?, ¿por qué se señala tan duramente a los artífices de la muerte de Cristo si éste estaba destinado a morir?, ¿qué tiene que ver la carne en todo esto?, ¿qué le decía Jesús a las mujeres que se mostraban [en lo romántico] interesadas en él?
En lo práctico, sin embargo, no sólo no nos planteamos tantas preguntas —lo que por sí sólo es una pena—, sino que nos limitamos a los hechos de la costumbre, la espectacularidad de lo brutal, lo que convierte a esta conmemoración y a sus ritos en meros estímulos, en simple y llana representación teatral cuyo significado ya está establecido y cuyas leyes no se pueden cuestionar; despojándola de verdadera intensidad religiosa.
Y, para muchos de nosotros, el viernes santo responde a la necesidad de un día de asueto en medio de los meses más calurosos del año. Descansar es importante, por supuesto, y uno debería poder hacerlo cuando la oportunidad se presenta. En última instancia, la religión permea nuestras vidas mucho más de lo que lo hace el trabajo; y los tiempos que los fieles dedican a la profesión de su fe deben estar por encima de las necesidades de las empresas (y esto es cierto para un país de mayoría católica como para los judíos, los musulmanes y los raritos que se creen druidas celtas).
Así, en medio de las celebraciones religiosas, el alza en el mercado de mariscos, las tiendas de conveniencia y las tortillerías cerradas, las personas comprando cerveza, los que se pasean con alegría y descaro comiendo carne delante de los viandantes, los que rezan y los que expían sus culpas en largas caminatas y rezos que parecen alaridos; uno se encuentra de momento ante una prolongada algarabía, a ratos silenciosa y a veces demasiado escandalosa, entre personas que suben y bajan y vienen y van.
Y constituye, cómo no, una expresión cultural invaluable de nuestra sociedad, de sus ritos en peligro de extinción, de sus miedos y añoranzas, de sus prioridades y de sus valores. Y de este sólo hecho reivindicamos su valor y su trascendencia;
Desde este pequeño y ateo espacio queremos resaltar el ambiente general de sobria felicidad que envuelve una ocasión tan solemne como ésta. Ya sea que se medite concienzudamente sobre nuestro lugar en el cosmos, se descanse del trabajo por un instante o se beba una cerveza delante del televisor o con los amigos; parece un buen día para disponer lo mejor de nuestros ánimos y hacerlo con tranquilidad y, sí, con sobria, con discreta felicidad.

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