Pero aún entonces, comer es un ritual. Sentarse a la mesa está dotado de una cierta forma de religiosidad. Lo hacemos en un cierto orden y con cierta cadencia. A un ritmo, con la televisión o la radio de fondo, con plática amena o sin ella. En familia modesta o multitudinaria, a solas a veces —y pocas cosas nos ayudan a conocernos como sentarnos a solas a la mesa—.
Todos tenemos un sitio favorito en la mesa, un lugar desde el que es posible ver la televisión sin esfuerzo, se tiene el garrafón de agua a la mano o se puede vigilar la puerta. Un espacio en el que, en un todo, nos sentimos cómodos. A veces alguien busca presidir la mesa sentándose en la cabecera; para otros, igual que para Beatriz Pinzón, «la cabecera de la mesa está donde yo esté sentada».
Para las jornadas comunes, utilizamos la vajilla común, la de todos los días. Los platos y vasos que se han deslucido un poco a fuerza de lavarse una y otra vez; que nunca se llenan de polvo porque siempre están en uso —al contrario de las vajillas costosas que se reservan para ocasiones especiales y que terminan por no usarse nunca—.
Todos ponemos énfasis en cosas diferentes: algunos disfrutan el olor de la comida, otros la conversación, algunos más el sabor de la sal y la mayoría el volumen de lo que se ingiere.
Todos, sin embargo, disfrutamos la comida y reponemos fuerzas con ella; con las provisiones reabastecidas el ritual se termina, y nosotros regresamos a la carga en la lucha de la vida diaria.
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