Detengámonos a cavilar un poco sobre el acto simple y llano de caminar: recorrer los populosos centros de las ciudad o sus calladas orillas, los parques y el campo alfombrado de hojas muertas. Caminar en calles vacías y bien iluminadas, o en aceras llenas de gente y acompañados del murmullo de la multitud de voces que pueblan la ciudad. Caminar por sendas viejas y conocidas, o abrirnos paso ante el mundo con nuestros mismos pies.
Para desplazarnos, no tenemos nada más que nuestros pies. Bicicletas, patines, autobuses, coches, aviones, paracaídas; cosas todas que nos facilitan movernos pero que vienen por añadidura, que aparecen después en nuestras vidas. Antes que correr hay que gatear y antes que andar en bicicleta, hay que caminar.
Y este acto tan simple requiere ciertas consideraciones: calzado cómodo, un poco de agua; pasos cuidadosos.
Mucho se ha escrito sobre cómo dar pequeñas caminatas (con los atavíos y los zapatos correctos) es benéfico para la salud física y reparador para la salud mental. Se ha dicho incluso que los paseos constituyen una forma de meditación;
Y es que, dar una caminata vespertina tiene el encanto de permitirnos divagar sin esfuerzo, de pensar en los pendientes del día, de las tareas para el día siguiente mientras sentimos el piso sobre el que se posan nuestros pies. Podemos pensar en nuestro pasado, en nuestros logros y nuestros fracasos, en nuestros viejos amores y los añorados juegos de la infancia mientras andamos por la banqueta. Pensamos en la inmanencia, en las implicaciones morales de la guerra moderna —en la que los inocentes se reducen a números en una computadora—, en el posible tamaño del cosmos, los límites del conocimiento y cómo se comunican las aves. A veces se puede, incluso, llegar a no pensar en nada
Y andar por las calles mirando los portones y los cables de luz, a los perros que vagabundean y a los gatos furtivos, las hojas que se caen de los árboles, la hierba que crece en la orilla; los colores del cielo y la pintura de las casas.
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