viernes, 11 de febrero de 2022

Hierba de concreto.

Es fácil encontrar la hierba creciente en las grietas de la ciudad. Entre las fracturas del asfalto, de las paredes, se asoma tímida una florecilla, las raíces desnudas del pasto, los brazos nudosos de las enredaderas; entre las fracturas del concreto que cubre (y define la ciudad), la naturaleza reclama su espacio.

«Fractura» es otra de mis palabras favoritas y de ella hablaremos después〉.

Incluso en las estériles planchas de asfalto de los estacionamientos siempre hay alguna grieta que se abre camino serpenteando, descubriendo el polvo que duerme debajo de las carreteras,   y de entre esa tierra desgastada emergen pequeños vestigios de la hierba que crece;

En las casas que han quedado abandonadas, a través de sus vidrios rotos y los muros herrumbrosos; es posible ver la hierba abrirse camino entre la pintura. Árboles completos crecen entre las paredes ante nuestros ojos perplejos.

Y qué persistente es la hierba silvestre que crece donde no queremos que crezca. Un recodo del patio, entre las rosas de la abuela, en la esquina de la azotea donde se acumula el polvo. ¡En las líneas eléctricas! No basta con cortarla, [siempre] vuelve a crecer; a veces no importa ni arrancarla de raíz. Se aferran a la vida, se abrazan a la tierra y al viento; buscan la humedad del ambiente, la caricia del sol.

Entre el concreto gris, sobre el asfalto desgastado, detrás de los cristales, por acá y por allá están las florecitas asomando la cabeza con modestia. Y son naranjas y moradas y amarillas y blancas y se coronan con las cipselas de los dientes de león que se deshojan ante el menor soplido. Qué espectáculo de la cotidianeidad es la hierba que habita en el concreto —antes que en la tierra—, con sus colores y sus olores tímidos y bajos; con su rebeldía ante el progreso y los pisos de cemento, su desdén por el cristal y la luz roja de semáforo. Qué espectáculo ver su avance sobre nuestras ciudades, ver cómo la naturaleza reclama lo que es suyo por derecho.

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