viernes, 3 de diciembre de 2021

Un baño caliente

Difícilmente nos detenemos a pensar en el lugar fundamental que ocupa el agua en nuestras vidas. No sólo porque cae del cielo y nutre nuestros cuerpos y nuestra salud cuando la tomamos. Sino porque es el catalizador de nuestras jornadas y de nuestro estado de ánimo.

Para la gran mayoría el día comienza cuando el agua que cae de la regadera les besa la cara, muchas veces incluso antes de que el sol salga y los gallos canten, antes de que comience el noticiero o la vecina le grite a sus hijos para que se levanten. Y es que, además, es imposible sentirse enfermo después de un baño caliente —y cualquiera que haya tenido fiebre o la peor de las crudas lo sabe.

Nada como un baño caliente para terminar de despertar antes del trabajo. Nada como el sonido constante aunque irregular del agua que fluye por la regadera —no tengo tina, pero tampoco es algo que quiera tener—. Nada como el vapor tibio flotando delante del espejo del baño, formando remolinos delante de la puerta, bailando con el foco.

〈Por supuesto, no hablamos aquí de agua tan caliente como para desplumar una gallina o arrancarse el cabello; porque eso de hecho es malo para la salud〉.

El agua es como la luz (parafraseando a Gabriel García Márquez), uno gira la llave y el agua fluye, de forma análoga a como uno enciende el interruptor y la luz sale. No hace falta saber de plomería o de electricidad para comprender este hecho capital de la vida moderna y sus comodidades; ya en su momento, Séneca habló sobre el vínculo entre comodidad y agua caliente (que no todos tienen).

El agua fluye, en caída libre hasta el piso y se despide en un [sonoro] estallido antes de irse por el caño. Su tacto sobre nuestra piel es escandaloso, la textura del agua (que se adhiere al cuerpo) emite una alerta que nos mueve a sacudir la cabeza y abrir bien los ojos, es un cortocircuito que inunda nuestro tacto, que nos envuelve. Bajo la regadera el agua cae y resbala sobre nosotros, una corriente eléctrica que sacude nuestros sentidos y abate nuestras ideas, estimulando cada fibra de nuestros nervios y cada vello. Porque el agua acaricia el dorso de nuestras manos y la planta de nuestros pies, la frente y las nalgas, el cabello y los párpados,   al mismo tiempo.

Pero además, es cálida —a menos, claro, que se opte por usar agua fría, una decisión extraña a finales del otoño—, de una tibieza que juega en el aire, que se asemeja a la calidez de la selva tropical, de la lluvia de julio, de las gruesas cobijas que reservamos para el invierno, del chocolate caliente. (Ya hemos dicho que, aunque lo intenta, esta calidez se queda corta contra la del sol de las mañanas).

Bañarse, tomar un baño, darse una ducha; es un ritual. Todos lo hacemos en cierto orden y con cierta cadencia: mientras ponderamos nuestras obligaciones, cantamos, bailamos o luchamos por no quedarnos ciegos por causa del jabón en los ojos. Nos regodeamos con el olor del champú —el mío huele a té verde— y su jugueteo con nuestro cabello; con la textura del jabón y la suavidad de nuestras mejillas. Casi como abrazarnos a nosotros mismos, darnos fuerzas haciendo de tripas corazón, sobre todo en un momento en el que nos encontramos vulnerables y expuestos (como bien demostró Marion Crane en «Psicosis»). Bañarse es un ritual, una cuestión de higiene, se dirá; pero también es una válvula de escape, un momento de relajación, un instante para uno mismo, para respirar profundo y apretar los ojos.

Como ya dijimos, no nos detenemos a pensar en el lugar que ocupa el agua en nuestras vidas: nunca pensamos que un día ya no caerá agua de la regadera y, sin embargo, cada año nos acercamos más a ese momento en el que no ocupamos nuestros pensamientos. Disfrutar de un baño es necesario, porque la felicidad está en las pequeñas cosas, pero eso no nos exonera de la responsabilidad de cuidar el agua.

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