En los parques, en los camellones, en las playas —porque las palmeras también son árboles—, en los bosques y las orillas de las carreteras, el rumor de los árboles es la música de fondo en la orquesta de la naturaleza:
Cantan los pájaros, corretean las lagartijas, cazan los gatos y los armadillos y los mapaches. Incluso aletean las mariposas. Y de fondo siempre el rumor de los árboles, zumba el viento sobre el pasto, entre las ramas y las hojas secas.
En el silencio de la noche, en las tardes perezosas de domingo, bajo el sol del otoño y entre las calles vacías; perdura el rumor de los árboles;
Y hay viejas historias —en la raíz misma del judaísmo y el arte paleocristiano— sobre un lenguaje secreto, hablado sólo por la vida vegetal, ininteligible para la razón humana; escondido en el tañido de las ramas de los árboles. Esto es, el rumor del que hablamos serían, de hecho, los árboles hablando.
Uno puede cerrar los ojos y extender los brazos, bajo la sombra de un roble firme, de un sauce lacrimoso o de una florida jacaranda y sentir el beso del viento en el pecho y escuchar la conversación de los árboles: pausada, cadenciosa, detenida e inaccesible para nuestros oídos. Y a través de esta, penetramos en el ritmo mismo de la vida y de los ciclos de la Madre Naturaleza en sí misma.
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