Durante ya mucho tiempo, la televisión ha ocupado un lugar privilegiado en nuestras vidas; organizamos nuestras casas en función de poder ver bien la televisión. (Incluso nuestras recámaras, de forma que al estar acostados podamos verla). Tan es así que inventamos la forma de conectar nuestras pantallas a internet.
Por las mañanas, son los noticieros y los programas de comentarios, diseñados para no ponerles atención mientras se hace el quehacer. Por las tardes, la barra de Hana–Barbera para los pequeños, las eternas repeticiones de Dragon Ball, las telenovelas y los programas de chismes. Por la noche, los deportes, las noticias y los programas «para la chaviza». Entonces, cuando la programación normal termina y la gran mayoría se va a dormir y a prepararse para la jornada siguiente, la televisión se convierte en un mundo extraño:
Por supuesto, sólo unos pocos se quedan (o se quedaban) viendo la tele hasta tarde —en palabras de Homero Simpson: «los alcohólicos, los desempleados, los solitarios»—, y por unos pocos no parece razonable crear una programación muy completa a las dos de la mañana. Encontramos programas de análisis político, que son auténticas píldoras somníferas, repeticiones de telenovelas colombianas y muchos infomerciales. Están las películas de la nueva ola francesa con subtítulos en inglés en los canales culturales. Los programas de chamanes, clarividentes y promotores de alguna pequeña religión para ricos.
Las noches en vela, de las que ya hemos hablado, uno siempre puede estirar las piernas y prepararse una taza de té, ubicarse delante de la televisión y comenzar a buscar entre lo que sea que se esté transmitiendo.
〈Hace poco, me encontré con una producción hispanoamericana sobre alguna especie de culto que sacrificaba personas dentro de una cueva a un pulpo antropomorfo de color verde; faltaban unos minutos para que terminara y no vi el título〉.
Pero a veces, de forma aleatoria, nos encontramos con alguna película a medio terminar. Puede que capturen nuestra atención y nos obliguen a seguir mirando, incluso sin saber de qué va, por qué ese hombre conduce a toda velocidad por la carretera huyendo de un helicóptero;
Hay un sentimiento especial en esto, la sensación de haber descubierto un tesoro, un pequeño regalo, un algo que nos ofrece Nix. Adquiere una dimensión fascinante, casi ominosa; la atmósfera de una historia de terror (que habrá alguna película que comience así y termine con el personaje que ve la televisión apuñalado en el baño).
Descubrir un video interesante en YouTube —que bien puede ser un tutorial para construir chozas con arena y hoja de palma en caso de quedarse varado en una isla desierta en el Pacífico— no se parece a esto para nada, porque en realidad no sabemos qué sucede. Ver una película a medias es como entrar en una recámara sin llamar a la puerta, ateniéndonos a las consecuencias que eso nos pueda acarrear. Es como penetrar en la intimidad de un montón de extraños que están ocupados con sus propios asuntos.
De pronto, nos descubrimos delante de la pantalla, cubiertos con su luz mortecina, esperando que Morfeo nos visite, en el silencio de la madrugada, observando a través de una rendija la vida de otras personas —de la única forma legal y socialmente aceptable.
Pero el sentimiento es esfuma, no dura más que unos instantes, el rango de nuestra atención se desvía, a la espera del sueño o de que suceda algo más. A veces nos quedamos viendo la televisión, queremos saber si el hombre que huye del helicóptero logra escapar. Otras, cambiamos el canal esperando encontrar algo más.
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