viernes, 22 de octubre de 2021

La ventana del autobús

No pretendemos aquí dotar al derruido sistema de transporte público de una dignidad que no tiene: sus carencias y el hecho de que se encuentra rebasado por la población, sin embargo, son otro tema〉.

Sentarse junto a la ventana en el autobús es sentarse en primera fila a presenciar el espectáculo del mundo. Aquí y allá vienen y van las personas, ocupadas de sus propios asuntos, metidas en sus propios problemas —en el tren del mundo, como decía Kierkegaard—;

Y nosotros, que nos ocupamos de nuestros propios asuntos y estamos metidos en nuestros propios problemas, nos tomamos un [obligado] momento de nuestras vidas en nuestro camino a casa para ver a través del cristal a los que nos rodean.

Las ventanas de un autobús suelen ser alargadas aunque de poca altura, dándonos apenas el espacio suficiente para sentarnos junto a ellas y ver hacia afuera sin que el marco nos estorbe. (Y estas ventanas son, tal vez, lo único que está bien proporcionado en la mayoría de los autobuses; porque no puede afirmarse que ni el diseño ni el tamaño ni el espacio de los asientos se ajuste a las proporciones humanas; otro tanto puede decirse de la altura del techo y de la barra para sujetarse al ir sentado: colocada estratégicamente a la altura de los dientes).

La ventana es transparente a veces, y nos deja ver el mundo con sus propios colores, casi siempre deslucidos bajo la luz del sol de mediodía. Otras veces el cristal está polarizado y, por lo tanto, es oscuro y oscurece el mundo afuera, haciendo más fuertes los contrastes y resaltando el rojo de los semáforos; pero protegiéndonos del calor, al menos un poco.

Hay ocasiones en las que la ventana es nítida y los detalles se perciben como vistos en una pantalla de alta definición; y uno puede ver a los novios tomados de la mano, a los amigos que salen de la escuela en grupo y a los niños pequeños en los autos sacando de quicio a sus padres; a los ancianos leyendo el periódico en los parques. Porque nuestros ojos no ven la ventana, sino que ven a través de ella.

Pero casi siempre los vidrios están sucios y el espectáculo que presenciamos se vuelve opaco; los rostros se miran borrosos y los colores, tristones.

Observar el mundo desde la ventana no es caminar en la banqueta con la multitud, ni manejar un auto del año en la calle abarrotada; se parece más a mirar por el grueso vidrio de un acuario o por los barrotes de la jaula de los monos. Uno puede mirar las calles y los autos y a las personas y saber, sin lugar a dudas, que toda esa gente tiene sus alegrías y amores, sus preocupaciones, sus dolores; que todos ellos tienen lugares a donde ir y cosas que hacer y que por un instante infinitesimal el juego de la vida nos ha puesto a todos en la misma calle.

La ventana entonces se nos asemeja a una pantalla, a un espejo o a un portal, que nos abre una brecha a la cotidianeidad y gracias a la cual es posible sentir por un momento que un cristal nos separa del tren del mundo. Y es gracias a este prodigio de distraerse camino a casa que uno puede no pensar en nada y recargar la batería para seguir con el día a día.

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