〈No pretendemos aquí dotar al derruido sistema de transporte público de una dignidad que no tiene: sus carencias y el hecho de que se encuentra rebasado por la población, sin embargo, son otro tema〉.
Y nosotros, que nos ocupamos de nuestros propios asuntos y estamos metidos en nuestros propios problemas, nos tomamos un [obligado] momento de nuestras vidas en nuestro camino a casa para ver a través del cristal a los que nos rodean.
La ventana es transparente a veces, y nos deja ver el mundo con sus propios colores, casi siempre deslucidos bajo la luz del sol de mediodía. Otras veces el cristal está polarizado y, por lo tanto, es oscuro y oscurece el mundo afuera, haciendo más fuertes los contrastes y resaltando el rojo de los semáforos; pero protegiéndonos del calor, al menos un poco.
Pero casi siempre los vidrios están sucios y el espectáculo que presenciamos se vuelve opaco; los rostros se miran borrosos y los colores, tristones.
Observar el mundo desde la ventana no es caminar en la banqueta con la multitud, ni manejar un auto del año en la calle abarrotada; se parece más a mirar por el grueso vidrio de un acuario o por los barrotes de la jaula de los monos. Uno puede mirar las calles y los autos y a las personas y saber, sin lugar a dudas, que toda esa gente tiene sus alegrías y amores, sus preocupaciones, sus dolores; que todos ellos tienen lugares a donde ir y cosas que hacer y que por un instante infinitesimal el juego de la vida nos ha puesto a todos en la misma calle.
La ventana entonces se nos asemeja a una pantalla, a un espejo o a un portal, que nos abre una brecha a la cotidianeidad y gracias a la cual es posible sentir por un momento que un cristal nos separa del tren del mundo. Y es gracias a este prodigio de distraerse camino a casa que uno puede no pensar en nada y recargar la batería para seguir con el día a día.
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