sábado, 16 de octubre de 2021

Después del crepúsculo del día

El alba trae consigo la conciencia de un nuevo día. La anuncian los pájaros, que comienzan su jornada cuando todavía es de noche, y la celebran las plantas, que parecen respirar cuando las tocan las primeras luces de la mañana. Durante el amanecer es posible apreciar como la luz desciende desde las nubes, a cuentagotas. Cubre primero las copas de los árboles y las azoteas y de ahí comienza a caer hasta llegar al piso. Se desliza por las paredes de la ciudad, entrando por las ventanas, haciendo bailar las cortinas. Los rayos del sol se cuelan entre las nubes, coronan las montañas y bailan entre las hojas de los árboles; palidecen el azul del cielo y pintan el aire de colores (algo que no es tan deseable, ya que mientras más contaminado está el ambiente de una ciudad, más vívidos serán los colores del crepúsculo del día o de la noche).

En el transcurso de la mañana la vida humana recupera su ritmo ajetreado: los noticieros ya nos informan a las seis en punto —ya han sucedido cosas importantes a las seis en punto—. Ya se acumulan los autos frente a los semáforos y en las escuelas. Ya corren los trabajadores (armados con su número de cuentahabientes y correo electrónico lleno de asuntos que atender),   porque la ciudad exige un tributo por habitarla, que pagamos con el tiempo que perdemos dentro de nuestros autos y autobuses.

〈Ya se apagan las luminarias en las calles y lloran los niños porque no quieren salir de la cama, y lloran los que tienen alma de adolescentes porque les espera otro día aburrido〉.

Hay quienes prefieren las mañanas tranquilas: los desayunos en silencio, los baños tibios y el jazz; un respiro antes de salir al ruedo de la vida diaria: el pito de los carros, las mentadas de madre, el mal humor de jefe.   Otros se decantan por lo contrario: las risas fuertes con pan, los baños hirvientes y la misma lista de canciones de éxitos de los noventa a todo volumen; acaso para no escuchar el pito de los carros, las mentadas de madre y el mal humor del jefe.

Pero todos tenemos en común que no disponemos de mucho tiempo para disfrutar del sol de laudes, que es de por sí breve. Y es que después del crepúsculo del amanecer, el astro rey muestra su cara más amable. Sus rayos nos acarician las mejillas y besan nuestra frente; alivian los estertores que nos produce salir de la cama y, si nos paramos de frente a la luz, el tacto cálido del sol sobre nuestro pecho revitaliza los latidos de nuestro corazón y fortalece los huesos. Su tacto sobre nuestra espalda se siente como la caricia de un amante.

En el transcurso de la noche, la temperatura desciende y el piso y el aire se enfrían; el tacto del aire frío y el sol caliente (¿cómo si no?) se siente como un alivio para el día que nos espera; como el té verde bajando por nuestra garganta o el agua fresca una tarde de junio.

Hemos habitado cuevas y construido rascacielos de acero y de cristal, para cubrirnos del sol; lo hacemos tanto que ya no recordamos lo que se siente andar bajo su luz en horas tempranas, siempre pensamos en la asfixia del sol de mediodía. ¡E incluso queremos privar a los niños de su luz, poniéndolos en salones de clases a las nueve de la mañana!

Pero el día avanza y el carro de Febo sigue su curso —«hoy se está yendo sin parar un punto», como escribió Quevedo—; y el aire y el piso se calientan y el sol ya no nos acaricia sino que nos golpea. Su beso nos abrasa y aletarga las caminatas a casa y la fila de las tortillas. Por ello es, precisamente, que no hay nada como el sol de las mañanas, que nos celebra un nuevo día con su luz amarilla.

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